“No
tenemos que ver la obra: esta existe si creemos en lo que ya han escrito sobre
ella.”
Avelina Lésper
La palabra es poder y ese poder
puede ser para ilustrar o para engañar. Cuando es para engañar, la palabra se
manifiesta en discursos que contradicen la naturaleza misma del objeto o la
situación a la cual se refieren. Es paradójico, pero en lo que va del siglo
XXI, el siglo de la informática y del mayor desarrollo científico de la
historia humana, la demagogia está ganando campo a punta de peroratas que reniegan
de los hechos y de la obvia evidencia.
Y eso es un problema. No sólo es un
atentado contra la ciencia, también lo es contra el arte. ¿Por qué? Porque,
bajo estos parámetros, la obra de arte es definida y esquematizada, no por sus logros
estéticos, sino por preconceptos ideológicos o, peor, caprichosos de quienes
ostentan el poder que la palabra les dio. A ratos pienso que incluso es un
atentado contra la democracia, dado que definir algo arbitrariamente, aspirando
a no permitir otros significados, es evitar los cuestionamientos, la disensión.
Y eso me suena a fascismo.
La obra que no puede serlo sin la
verborrea del discursante autoproclamado dictador del arte, no es más que un
objeto disfrazado de lucidez, pero vacío de creatividad. El autor de dicha obra
rehuirá al pensador crítico y únicamente aceptará que su obra sea interpretada
por iniciados capaces de comprender su mensaje. El autor de una obra así, podrá
gozar de las mieles del éxito, pero pobre de él sino no comprende a tiempo que
su arte no es su arte, sino el arte de quien es experto en convertir la
confusión en verdad indiscutible. La criatura, en este caso el supuesto creador
de la obra artística, le pertenece a su creador, el dictador del arte.
¿Estaremos viviendo tiempos donde la obra de arte
existe para sostener dogmas y no para el arte mismo? Si es así. ¿Estaremos
viviendo tiempos de oscurantismo?
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