domingo, 30 de julio de 2017

CHOQUE DE CREENCIAS

"Sólo tenemos los problemas que realmente deseamos tener."
Alejandro Jodorowsky
Hace un par de semanas publiqué en las redes sociales las siguientes preguntas: ¿Qué problema hay en orinar en el lavamanos? ¿Acaso ahí se cocina la sopa? Tal publicación provocó, hasta el momento de escribir este artículo, 56 respuestas. 21 abiertamente condenatorias, 35 entre defensoras de la libertad individual, expositoras de hechos médicos y chistosas. De las 21 condenatorias sólo una contestó la pregunta con un hecho: “Porque allí te lavas la cara”, las otras 20 eran más bien sentencias morales que de ninguna manera admitían un cambio en el orden establecido: en los lavamos no se orina. ¿Dicho dictamen será sólo una creencia?
De lo leído, extrapolé bastante, mucho, y saqué algunas conclusiones. Sí, lo hice, tomé de excusa las palabras de unos cuantos seres humanos para inferir el camino que está retomando la humanidad. Nótese que hablo de retomar, de regresar a un pasado que supuestamente estaba superado. O quizás la cosa es peor, tal vez he pecado de ingenuo, quizás se tratas de un pasado que nunca ha dejado de ser presente.
Una de las creencias que salió a relucir en el debate, es aquella que afirma que todo hombre que entre al baño de una casa habitada por una o más mujeres, al abandonarlo, debe dejar abajo la tapa del inodoro. No se exige que lo deje limpio. Porque se sube la tapa para no chorrearla. Se exige que deje la tapa abajo. La pregunta que me hice fue: si un hombre al entrar al baño tiene que subir la tapa, ¿por qué una mujer no puede entrar al mismo baño y bajar la tapa del inodoro? Al fin y al cabo, pregonamos defender la igualdad de género, ¿no? Mi primera conclusión: las creencias sirven para justificar ejercicios del poder.
Otra opinión afirmó que, quien orinase en el lavamanos, era un egoísta al no pensar en la infección que podía transmitirle al siguiente usurario. Otro participante afirmó que en realidad la orina no tiene bacterias, lo cual hace posible que se pueda ingerir, sin problemas, la propia orina. Un tercer opinante resaltó el hecho de que nadie se lava las manos limpias y que por sucias están llenas de patógenos y aún así nadie duda en lavarse los dientes en el mismo lavabo donde antes se restregó las manos después de defecar. En realidad, vivimos entre bacterias, tantas, que terminaríamos sicóticos si nos afanamos con dicho hecho. Me pregunté: aquella persona que habló de infección, luego de leer los hechos ¿habrá cambiado de opinión? No lo sé, porque no contestó dichos señalamientos. Mi segunda conclusión: las creencias pueden ser tan fuertes que ni los hechos evidentes las estremecen.
En realidad, el grueso de las opiniones fueron burlescas, pero como ya dijo Freud, el chiste encierra una agresión. Advertían sobre el peligro de visitar mi casa, del agua de dudosa procedencia que yo les pudiera ofrecer y otras boberas semejantes. Lo hicieron dirigiéndose a mi persona, con nombre propio. Me pregunté: si hice una pregunta y no una confesión, ¿cuándo me convertí en villano? Mi tercera conclusión: las creencias justifican la persecución al hereje.
Sin embargo, un grupo de personas se percataron de que entre las opiniones emergía algo importante, que a pesar de que hablemos de ser de mente abierta o revolucionarios o agentes comprometidos con el cambio social por un mundo mejor, a pesar de todo eso, tenemos creencias que, posiblemente, en momentos cruciales de nuestras vidas o de la historia patria, van a aflorar y a contradecir todos nuestros discursos de buena voluntad.

Las ideas tienen el poder que le dan sus creyentes, pero nunca dejan de ser ideas. Tienen consecuencias y se nos olvida. Supongamos que hay una cultura llamada mixona. En ella, sus varones, como parte de un rito, orinan en el lavamanos. ¿Qué haríamos con ellos? ¿Lo mismo que hicieron los europeos con los pueblos de América, Asia y África? ¿Cuánto cura consideró pecado que hombres y mujeres anduviesen desnudos en el clima tropical? ¿O no fue así?

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