“Voilà, Vincent, comienzo por decirte
Que descreo, si quieres tontamente,
Del afamado retintín de tu locura.
¿O será que los locos tienen que ser así,
Pastores de almas, marchantes, sontos y suicidas?”
Locos. Siempre
los han llamado locos. Así los descalifican, a ellos, a los que evitan que el
mundo pierda la cordura. A los poetas y pintores, a los músicos y danzarines, a
los del teatro y a los del canto. Locos. Dementes. Así los llaman. Así los
descalifican. ¿Y por qué? ¿Por qué?
Porque de la
fealdad, la vulgaridad y monstruosidad hacen emerger belleza. Les basta la
denuncia. Y siempre tienen la palabra correcta para hacerlo. Les basta su sagaz
mirada. Esa que escudriña los pliegues del engaño. Por eso, por eso los llaman
locos. Por eso los descalifican.
Sólo otro loco,
perdón, sólo otro poeta entiende, comprende. Sólo otro poeta asume el
compromiso de poner manos a la obra, esa, la de siempre, la de redimir la
ternura, la de recordarnos quienes somos, sí, esa misma. La de siempre.
Rigoberto lo
entendió. Sí, lo comprendió. Y vivió en el mundo de los locos, allá donde la
amistad es posible, entre los orates, los que aún construyen la utopía. Y vivió
entre los locos y les extendió su mano y cada vez que pudo, convirtió un
apretón de manos en un abrazo cariñoso. Algunos tuvimos esa suerte, al resto, y
nosotros también, nos quedan sus poemas.
“¿Loco tú?, ni en el sanatorio Saint-Remy lo daban por cierto;
De otro mundo, decían, sí eras Vincent,
De allá donde locura y pasión ponen obra por vida.”
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