domingo, 9 de noviembre de 2014

ONOMÁSTICO

“¿Qué es la infelicidad? La infelicidad es sentir que no estás siendo tú mismo. Es la brecha que se forma entre lo que eres y lo que crees que deberías ser. Y esa brecha es la infelicidad. Cuanto más grande sea, mayor será tu desdicha. Los idiotas son felices porque carecen de la inteligencia suficiente para darse cuenta de que esa brecha existe.”

Osho
Esta mañana a las 7 horas con 3 minutos cumplí 54 años de edad. Y en nombre de mi cumpleaños, voy a hacer una confesión. O varias. Hace 50 años, cuando mi tío Pipo fue asesinado por los gringos, quedé atrapado en un drama familiar; mi familia arruinada por el dolor procuraba protegerme de ese incomprensible sufrimiento. Las buenas intenciones de mis parientes no pudieron evitarme ningún padecimiento. Tan sólo un año más tarde, la tos ferina casi me asesina y dañó para siempre mi sistema cardio-pulmonar. Ni mi madre, ni mi abuela, ni mis tías pudieron sufrir la fiebre por mí, mi organismo tuvo que ver que hacía con los medicamentos para salvarse.
Hace 40 años sufrí una grave crisis nerviosa; para esa fecha ya llevaba 5 años sufriendo maltrato físico y psicológico tanto en la escuela como en el barrio. En casa nunca llegó la paz del divorcio. Como resultado de dicho trance me convertí en un rebelde vestido con armadura. Gracias a lo inculcado por mí familia, siempre fui, soy, un rebelde con causa: la justicia social, la soberanía nacional, la democratización del país, la cultura y la educación. Mis causas siempre me dieron, me dan, muchos motivos para sentirme orgulloso, pero no así la armadura; encerrarme en mí, desconectarme de mí mismo y declararme insensible no me ahorró ningún dolor, todo lo contrario. Por suerte tuve otra crisis.
Fue hace 30 años, más o menos. Mi cuerpo, mi conciencia y mi inconciente me exigieron buscar ayuda; había crecido y la armadura se me quedó chica. Me estaba ahogando. Hablé con un sacerdote, el padre Norberto Night, él me prestó un libro, El arte de amar de Erich Fromm. Con dicho préstamo aprendí a usar mi principal herramienta vital: la cultura. No soy un erudito que domina y maneja mucha información, soy un hombre que aplica en su propia vida las pocas lecturas que ha realizado. Descubrí a Wayne W. Dyer y su libro Tus zonas erróneas, Nixia Pérez me presentó a Anthony de Mello y en Internet me topé con Osho; así, con la lectura, sobre todo de poemas y cuentos, consolidé mi estilo particular de crecimiento. Para esa misma época, mi abuela Victoria cayó hospitalizada y presintiendo la proximidad de su muerte, antes que se diera el final, busqué ayuda profesional. Busqué a Sandra de Moris, psicóloga de la Universidad de Panamá. Casualmente, la conocí en su salón de clases, en un curso de Psicología General. Años más tarde y en iguales condiciones tuve que buscar de nuevo ayuda. Al final de esta crisis algo me quedó muy claro, mi vocación docente, mi vocación literaria. Para mí son la misma afición.
Hace 20 años ya era profesor, ya era escritor. Aún me inquietaba la cuestión del dolor, ¿Qué hacer con él? Me convertí en un crápula moderado. Fiesta, licor y sexo. Pero algo no funcionaba. Echar juerga sobre la herida no evitaba el sufrir. ¿Qué fallaba? Mi cultura personal no era suficiente para encontrar la respuesta. Me uní a un sabio para hallarla, Carlos Matías. Aunque mi mezquindad no me permitió reconocerlo, tuve la suerte de toparme con un hombre más culto que yo. Largas conversas, profundas reflexiones e intensos debates me fueron acercando a la revelación del misterio. Carlos falleció hace un lustro, pero antes de marcharse me dio una clave fundamental. Me contó una  historia. Me dijo: ¿Sabes por qué las aves cantan en las mañanas? Porque están fascinadas con tantos verdes, con sus trinos se dicen unas a las otras, con intenso entusiasmo, allí hay un verde, allá hay otro, y otro, y otro.
Hace 10 años, más o menos, sufrí el más grande dolor. Tan grande que me partió en dos, en tres, en mil. Mi madre fue culposamente asesinada. Aún no recuerdo todos los detalles de ese domingo de misa, los tengo bloqueados, pero si me acuerdo que decidí dejar actuar al dolor. Cuando el cáncer se llevó a mi abuela el licor me sirvió para amortiguarlo, pero cuando saqué el cadáver de mi madre de debajo de ese maldito auto, no hice nada para defenderme. El fuego incineró mis preconceptos, mis poses, mis discursos, el fuego convirtió en cenizas mi armadura. Tuve que buscar de nuevo ayuda profesional, esta vez busqué a la escritora Erika Harris. Declaré mi guerra de independencia, me comprometí seriamente con la resolución de mi ya vieja inquietud: ¿Y el dolor? Hoy ya tengo mi respuesta, la que me funciona a mí. Desde ya te digo que tú tienes que buscar la tuya.
Asimilar la lección oculta en todos estos eventos que he contado me tomó muchos años. Pero al final la entendí. Durante los últimos 40 años, primero instintivamente y luego con oficio, me he dedicado a buscar mi identidad, a crecer, a reconocer mi dolor y ha usarlo a mi favor. Durante muchos años busque la felicidad, hasta que entendí que esta es una empresa por demás inútil y equivocada.
La felicidad no es la ausencia de dolor, el dolor es real; renegar de la realidad es enajenación. Y ningún enajenado puede ser feliz. La felicidad es ausencia de sufrimiento, el sufrimiento es imaginario y yo soy dueño de mi imaginación. Tú también.
Todo el éxito en ese emprendimiento llamado búsqueda de la felicidad consiste en comprender que más que rechazar al dolor, el asunto se trata de convivir con él. Una forma perjudicial de cohabitar con el dolor es que nuestra imaginación lo alimente y convierta en sufrimiento. El más sano modo de entenderse con el dolor es aquel que se resume en estas cinco palabras: leer la página y pasarla.

Hoy a las siete y 3 de la mañana, cumplí 54 años. Arribo a esta edad sin mayor fama, poder o riqueza. No poseo los mínimos requeridos para ser considerado un triunfador. Sin embargo, tengo muy pocas preocupaciones, casi que ninguna, y unas pocas ocupaciones que, a pesar de poder parecerles intrascendentes a la gente normal que me rodea, las hago con mucho entusiasmo. Por ejemplo, cada mañana despierto y mirando el patio de la casa, casi que me grito a los oídos: Allí hay un verde, allá hay otro y allá, y allá, y allá…

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