Detalle mural de Camilo Ravey
“¿Qué es cultura si no es lo que un colectivo ha
heredado de su pasado y que quiere utilizar para transformar el futuro?”
Marco A. Gandásegui
Hace unas semanas vi como una niñita de tres años manejaba sin
ningún problema un teléfono inteligente. Yo no soy capaz de manejar tal
instrumento con la maestría de aquella bebé. Simplemente no entiendo sus
códigos y la infante sí. ¿Y qué tiene que ver el arte de escribir cuentos con
el manejo de un teléfono inteligente por parte de una nena? La respuesta es
simple: quien domine los códigos del cuento, dominará su escritura con la misma
maestría que la bebita mencionada maneja los íconos del teléfono inteligente.
¿Tan simple y sencillo es el asunto? Así de simple y sencillo, pero simple y
sencillo no quiere decir fácil y suave.
Un código es un sistema de signos y de reglas que
permite formular y comprender un mensaje. La literatura es un conjunto de
códigos, por ende, los talleres literarios son para conocer y dominar esos
famosos códigos. Pero esa no es su única función, por lo menos mi visión muy
personal de ellos incluye otros quehaceres.
El oficio de escritor consiste en buscar, hallar y volver a buscar esos
significantes y significados que permitieron, por ejemplo, a Pedro Rivera retratar
la vida cotidiana de un barrio popular de Panamá y a Rogelio Sinán fusionar
convenientemente la descripción de la biodiversidad marina con el entramado
psicológico de una relación de pareja.
Sin duda alguna, Rogelio y Pedro son íconos nacionales. Pero ¿puede
cualquier ser humano conocer y manejar a su antojo los códigos mencionados y así
poder escribir cuentos o este arte es exclusividad de unos pocos iluminados por
la gracia de quien sabe que espíritu? ¿La posesión de tal talento estará
determinada por los genes? O por el contrario, ¿podrá un taller literario
lograr que sus asistentes logren, en algún grado, el dominio del arte
cuentístico?
Se dice que cultura es el conjunto de conocimientos que permite el desarrollo del
juicio crítico y éste, a su vez, es la capacidad de comparar dos ideas para conocer y determinar sus relaciones. Entonces, me parece, que siendo el taller literario un
espacio cultural, debe ser un espacio donde se fomente el pensamiento crítico
entre sus participantes.
Otra definición de cultura afirma
que en ella se recoge todo el quehacer humano. Esta definición, por cierto, no
es del agrado de aquellos que consideran que las elites y sólo ellas son las
cultas. De las masas únicamente brota barbarie, dicen ellos. Si cultura es la faena
humana, toda mujer y todo hombre deberían
poder pasar por un taller literario y vincularse de alguna manera a la
literatura. Pero si es lo contrario, que solamente las elites tienen la
capacidad de ser cultas, el taller literario es para desalentar a quien no alcance
el estándar predeterminado. ¿En qué clase de taller literario te gustaría
participar: en uno incluyente o en uno excluyente? ¿Qué clase de taller
necesita este país?
En el universo biológico, todo organismo
transmite a la siguiente generación su información genética. En el cosmos
cultural se trata de conocer y transferir lo conocido. ¿Conocer y transferir qué?
Conocer lo que se tenga que conocer para mantenernos humanos. Conocer y
transferir cultura. La cultura es cultura gracias a una red de imaginarios y
códigos que nos diferencian de un hato de vacas. Transferir tal red es trabajo
de la educación. La educación en general y los talleres literarios en
particular son para que seamos más humanos.
Somos fruto de nuestra
educación, tenemos el potencial para aprender lo que sea, para aprender lo que
sea que nos sea permitido; por eso la nena del inicio de mi intervención, me
gana manejando un teléfono inteligente. Sus padres la pusieron en contacto con
tal tecnología; en cambio, para mis progenitores eso era imposible, en mi
infancia tales aparatos no existían, lo más cercano era el zapato telefónico
del agente Maxwell Smart.
Tanto el fracaso como el éxito
en la educación parten del mismo punto: la nutrición emocional e intelectual en
la niñez. Me llama la atención que en otros países hay novelistas treintones de
reconocida trayectoria internacional. Esos países tienen sistemas educativos
preocupados por fomentar la lectura y la creatividad. ¿Cómo andaría la escuela
básica panameña si los niños y niñas participasen de talleres literarios? ¿Qué
clase de universitarios serían? ¿Qué calidad de escritores y escritoras
tendríamos en esta patria nuestra?
Para un taller literario es
importante conocer el estado de salud de la educación panameña, así podrá elaborar
mejores estrategias de incidencia en los centros educativos nacionales y, por
ende, en la República de Panamá. Pienso que los talleres también deben
involucrarse en la promoción literaria.
Si de algo tiene que cuidarse el
escritor panameño, más el escritor panameño que quiera facilitar un taller
literario, es de ser un improvisado incapaz de hablar de algo diferente al
juego del yo-yo. El escritor panameño que facilita talleres literarios está
obligado a ser una persona culta, y culto no es sólo repetir de memoria algunos
textos sabios, culto es quien tiene suficiente criterio para saber porque tales
textos son sabios. También debe conocer elementos mínimos de didáctica
constructivista, porque si no es así, estará repitiendo el desastre del sistema
educativo nacional.
En el siglo pasado, Pedro Correa
y Ricardo Segura defendieron la idea de crítica literaria como un pacto de amor
con la obra. Para el texto primitivo e insuficiente, no era necesario el
ataque, bastaba el silencio. ¿Será que los talleres literarios deben ser un
pacto de amor con la gente?
El amor y sus pactos son la
razón de ser de los grupos. En el grupo, a diferencia del aglomerado, sus
miembros tienen un objetivo en común, alrededor del cual interactúan y se
interrelacionan. Cierto que hay un escritor experimentado a cargo del taller,
cierto que su papel es esencial, que él es la puerta por donde ingresan al
mundo literario los nuevos cuentistas, pero sin participación activa de los asistentes,
no es taller, es una aburrida clase más. El taller es un esfuerzo de todas las
partes involucradas, en ello radica su eficiencia y éxito. Podemos levantar de
sus tumbas a Juan Rulfo y a Jorge Luís Borges para que nos dicten un taller hoy
mismo, pero si nosotros no le metemos el pecho y las ganas al asunto, tal
resucitación sería infructífera.
En el mundillo literario abundan
los mitos: que tengo que obsesionarme con escribir una obra cien por ciento
original (a lo sumo escribir es un mero reordenar lo ya dicho miles de veces por
otros), que debo sentarme y esperar que la inspiración me asalte (escribir es
un oficio y no una lotería), que estoy esperando escribir el cuento que me va a
permitir caminar instantáneamente bajo los reflectores y sobre la alfombra roja
(la mayoría de los escritores que hoy en día consideramos clásicos de la
literatura universal, no conocieron en vida el éxito editorial), por cierto,
nuestro gremio no existe en el producto interno bruto. ¿Para qué es el taller
literario: para desmentir o para reafirmar los mitos?
Todo trabajo humano consiste en
aplicar cierto conocimiento técnico y desarrollar capacidades específicas. Así
es tanto para gobernar un país, como para atarse los cordones de los zapatos.
En el caso del taller literario, es fácil concluir que su prioridad es resolver
el dilema técnico, pero respecto a las capacidades, mejor conocidas como
talentos, el asunto no es tan sencillo. Las aptitudes, en su mayoría, se
adquieren en la primera infancia, así que es cierto que no todo adulto tiene la
inclinación y habilidad para escribir literatura. Entonces, ¿qué hacer con
quién no posea tal vocación? ¿Desecharlo? ¿Sumarlo a una actividad afín?
La
literatura tiene valores estéticos y también éticos. Si expreso que el cabello
rubio es bello, pudiera ser que no dejo espacio para que el cabello negro
también lo sea. El roce entre los talleristas ayuda a descubrir los discursos escondidos
en los textos. La literatura no está exenta de ideología. Las palabras no son
inocentes, construyen o destruyen cosmogonías.
Hace un par de días escuché a una prestigiosa profesora afirmar que
si bien no todo arte está comprometido con la sociedad, si es cierto que todo
arte tiene efecto en la sociedad. ¿Por qué no discutir esos temas en un taller
literario?
Un taller literario amplía el horizonte de sus miembros, allí se
percatan de que hay algo más allá de los chismes de las telenoticias y debería
ser así, porque ese es uno de los frutos de la
buena literatura. La buena literatura integra fondo y forma, su lectura se
convierte en una experiencia rotunda y enriquecedora, hace más culto a quien
entra en contacto con ella.
Escribir es construir con palabras. El escritor, por constructor,
usa herramientas. Tal como un albañil o un carpintero. La diferencia es que no
se pueden tocar con las manos, sino con la mente. Ellas son: la sensibilidad,
la capacidad de observar, la imaginación y la cultura. Casualmente, estas
herramientas las conocí en un taller facilitado por Héctor Collado.
Escribir, y
específicamente, escribir cuentos es una forma especial de narrar historias. Es
narrar con fricción. ¿Fricción? Sí, fricción. Es provocar una alteración en el
lenguaje comúnmente utilizado y provocar un cambio de ánimo en el lector. Y esa
alteración en el lenguaje se logra al friccionar entre sí a los personajes con
las acciones y lubricando todo con las descripciones necesarias, solamente las
necesarias, teniendo como resultado un conflicto y su resolución. Este concepto
es una extrapolación que hice a partir de lo aprendido en un taller poético
facilitado por el poeta cubano Roberto Manzano.
Otra extrapolación que
hice, luego de comprender como lograr musicalidad en el verso libre, fue
escribir textos narrativos que posean algún grado de ritmicidad. También lo
aprendí en un taller literario, esta vez facilitado por los poetas Liliana
Pinedo y Luís Guardia.
Gracias a Juan Antonio
Gómez y Enrique Jaramillo Levi tuve que contestarme ¿Quién es escritor? Varias
veces le he dado diferentes respuestas. Hoy, por lo pronto, la respondo así: un escritor, en sus inicios, es un asustado espécimen que no supo
resolver por vías más comunes los problemas de la comunicación de todo buen
adolescente. Luego se convierte en un rebelde sobreviviente de los campos de
uniformización de esta sociedad llena de estereotipos. Por último, es un
artista en búsqueda de su propio discurso estético. Este último concepto se lo
aprendí a Rafael Ruiloba. Como que algo aprendí en los talleres que asistí.
La
sociedad panameña, más que por formular juicios críticos, se caracteriza
por experimentar momentos críticos.
Queda poco espacio para reflexionar. En esas condiciones, es probable que el
asistente al taller literario busque en él la fórmula mágica que lo convierta rápidamente
en escritor y le ahorre el esfuerzo de establecer nuevas conexiones neuronales,
de construir conocimiento a partir del desarrollo del pensamiento analítico y
sintético, de escribir cuentos con paciencia y oficio. Sin embargo, la premura
impuesta por los conflictos sociales acorta el tiempo disponible, por lo menos,
esa es la sensación que predomina.
También
en las sociedades que viven de crisis en crisis, abundan los redentores; así
las cosas, es muy posible, que algún facilitador de algún taller literario, sin
tener la capacidad de elaborar juicios críticos, por lo tanto, sin ser idóneo,
se lance a la aventura no muy agraciada de predicar recetas de hechizos y así fundar
nuevas capillas, y así fundar su capilla.
Por suerte, esa no fue mi experiencia. En el primer quinquenio de la
última década del siglo pasado pertenecí a tres talleres. Umbral Editores, José
Martí y Amarte. Uno especialista en cuento y los otros dos en poesía. Todos me
permitieron crecer a mi propio ritmo y, sobre todo, crecer en mi propio estilo.
En ellos viví un ambiente rico en cultura, en desarrollo del pensamiento
crítico. Los tres talleres desaparecieron, pero cumplieron su misión: dieron a
luz a una nueva generación de escritores.
En la segunda mitad de los 90 florecieron los círculos de lectura y muy
pronto se entronaron como el fenómeno literario dominante, incluso, de ellos
egresaron nuevos escritores, y es precisamente el indudable éxito, aún vigente
hoy, de los círculos de lectura y el apocamiento de los talleres literarios,
que me indica que, posiblemente, estos últimos en Panamá tienen una falla de
diseño.
Un seminario de creación literaria, con una fecha de inicio y otra
de cierre, no es un taller. Un taller aspira a ser un espacio permanente. Son
los círculos de lectura quienes se convirtieron en esos espacios permanentes. Y
los talleres, ¿dónde están? Al contarlos, sobran los dedos de la mano de un
desobediente yakusa. ¿Qué ocurrió? Por un lado, la férrea voluntad del profesor
Ricardo Ríos Torres y de otros personajes y organizaciones, convencieron a un
sector de la sociedad de la importancia de los círculos de lectura. Por otro
lado, como el grueso de los escritores se auto publican, parece ser que ya nadie
se siente obligado de convencer a otros, previamente, sobre la calidad de sus
escritos. Como que lo más importante es la capacidad de pago a la imprenta y no
la opinión de un grupo de colegas deseosos de que el libro publicado sea un
sólido aporte a la literatura panameña.
Pero eso no ocurre en mi país ideal. En mi Panamá ideal existen muchos
talleres literarios donde se abandona el instinto y se conoce el oficio. Se entiende
que escribir por instinto es liberar en catarsis las emociones atrapadas en la
psique. En los talleres literarios se aprende a escribir por oficio, a buscar
en el mundo exterior y en el mundo interno las palabras que han de convertirse
en literatura. En los talleres de mi Panamá ideal se busca, se crea y se vuelve
a buscar. Y ese buscar y rebuscar tiene como resultado el manejo maestro de los
códigos que les permitirán a los talleristas escribir un cuento, un buen cuento.
Y un buen cuento es pensado y sentido por el autor, un buen cuento conmueve al
lector y trasciende la cotidianidad. Sin sed de trascendencia, la literatura no
es arte, es terapia ocupacional.
En conclusión, el taller literario, por lo menos el tipo de taller
que existe en mi Panamá ideal, busca incluir a todos aquellos que se le
acerquen, no porque puedan pagar la cuota, sino porque pueden convertirse en
escritores o en críticos literarios o en promotores o en amantes de la buena
lectura. Así como la bebita inicial de esta intervención tuvo la experiencia de
entrar en contacto con un teléfono inteligente y aprendió a manejarlo con
maestría, así mismo los talleres que defiendo ponen a sus miembros en contacto
con la literatura y allí aprenden, con destreza, de cultura, arte, literatura,
vida. En mi Panamá ideal abundan los talleres literarios que tienen un pacto de
amor con la gente.