“Algún día, en cualquier parte, en cualquier lugar,
indefectiblemente te encontrarás a ti mismo, y ésa, sólo ésa, puede ser la más
feliz o la más amarga de tus horas”.
Pablo Neruda
Hoy día del padre me toca
confesar, tarde por cierto, todo lo que he descubierto de Calox, mi padre, en
mi actual personalidad. Para empezar, recuerdo que él se sentaba en una esquina
del balcón de la casa a leer. Por la fuerza de la imitación comencé a leer los
libros escolares, principalmente los de cuento. Años más tarde, cuando ya era un
adulto, supe que lo que Calox leía era el programa de carrera de caballos. Pero
yo ya estaba enganchado con la lectura.
Calox bailaba, cocinaba
bailando, le gritaba a los perros bailando, caminaba al baño bailando y me
imagino que seguía bailando bajo la ducha. Nunca me dio una lección, pero de
tanto verlo bailar camino al baño bailando y sigo bailando bajo la ducha.
Nuestra relación durante décadas
fue de lo peor. Por lo general, nuestras discusiones terminaban con este
reclamo suyo: tú has pasado por la universidad, pero la universidad no pasó por
ti. Hoy, viejo y pellejo, entiendo y comprendo. Y asumo. Los estudios, la
cultura, los discursos son nada si no se encarnan en la vida, no la abstracta,
sino la concreta, la diaria y cotidiana. La erudición es nada sin las mágicas
palabras: por favor y gracias. Lo mínimo.
Guardó silencio sobre su enfermedad. Calló hasta que la tos hizo
imposible ocultar su condición. Su mortal condición. Estuvo 28 días
hospitalizado, o más bien, de vacaciones. Aprovechó para pedir la comida que le
apetecía, para que las enfermeras lo mimasen con baños de esponja y agua tibia.
Para decirnos, a mis hermanas y a mí, que si existía la tecnología y que si
Dios quería se salvaba y que si no…y se encogía de hombros. Murió en casa. Sin lamentarse
de nada. Enseñándonos, a mis hermanas y a mí, lo inútil del temor a la muerte. ¡Feliz
día, Calox!
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