Rubén Blades
Todos
los noviembres los panameños debatimos sobre los desfiles y símbolos patrios. ¡Qué
si los uniformes militares son un recuerdo de la dictadura! ¡Qué aporrear un
tambor no es muestra de amor a la patria! ¡Qué si las bandas independientes son
vulgares!
Pienso
que el dilema es el mismo de siempre: renegamos de lo que somos. Nuestras expectativas
son producto de la colonización mental y no una reflexión sobre nuestra
cultura.
Hace
unos años recuerdo que mi amigo Óscar hacía la siguiente pregunta: ¿Qué tiene
más que ver con nosotros: el remeneo de Mariana Soba o el paso de un ganso
prusiano? Lo más probable es que en público confesemos que es inmoral bailar en
un desfile en honor a la patria, pero igualmente de probable es que, en la
noche, después de las marchas, vayamos a una fiesta a bailar, ya no Mariana
Soba porque ya no está de moda, pero si a menearnos como siempre lo hacemos. Somos
un pueblo sensual con sentimiento de culpa por serlo.
Llama
mucho la atención que altos personeros de los gobiernos civilistas post
invasión, esos que condenan permanentemente el militarismo, cada 28 de
noviembre visten uniformes de bomberos con charreteras llenas de estrellas y
laureles. Mientras escuchan el ritmo de tambores y clarines, marcan el paso
marcialmente, muy marcialmente. ¡Es que los uniformes tienen tal encanto que es
imposible resistirse a la tentación de vestir uno! ¡Patrañas! O en buen
panameño: ¡Paja! Somos un pueblo al que le gusta farandulear.
¿Será que somos una colonia de mestizos y mulatos que aspiramos a ser blancos y que haremos lo
que sea para blanquearnos? ¿Será que nos han convencido, con nuestra anuencia,
que lo único panameño es la pollera de gala vistiendo a una mujer tableña?
¿Será que negarnos es nuestra identidad?
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