"Sólo tenemos los
problemas que realmente deseamos tener."
Alejandro
Jodorowsky
Hace un par de semanas publiqué en las redes
sociales las siguientes preguntas: ¿Qué problema hay en orinar en el lavamanos?
¿Acaso ahí se cocina la sopa? Tal publicación provocó, hasta el momento de
escribir este artículo, 56 respuestas. 21 abiertamente condenatorias, 35 entre
defensoras de la libertad individual, expositoras de hechos médicos y
chistosas. De las 21 condenatorias sólo una contestó la pregunta con un hecho:
“Porque allí te lavas la cara”, las otras 20 eran más bien sentencias morales
que de ninguna manera admitían un cambio en el orden establecido: en los
lavamos no se orina. ¿Dicho dictamen será sólo una creencia?
De lo leído, extrapolé bastante, mucho, y saqué
algunas conclusiones. Sí, lo hice, tomé de excusa las palabras de unos cuantos
seres humanos para inferir el camino que está retomando la humanidad. Nótese
que hablo de retomar, de regresar a un pasado que supuestamente estaba
superado. O quizás la cosa es peor, tal vez he pecado de ingenuo, quizás se
tratas de un pasado que nunca ha dejado de ser presente.
Una de las creencias que salió a relucir en el
debate, es aquella que afirma que todo hombre que entre al baño de una casa
habitada por una o más mujeres, al abandonarlo, debe dejar abajo la tapa del
inodoro. No se exige que lo deje limpio. Porque se sube la tapa para no chorrearla.
Se exige que deje la tapa abajo. La pregunta que me hice fue: si un hombre al
entrar al baño tiene que subir la tapa, ¿por qué una mujer no puede entrar al
mismo baño y bajar la tapa del inodoro? Al fin y al cabo, pregonamos defender
la igualdad de género, ¿no? Mi primera conclusión: las creencias sirven para
justificar ejercicios del poder.
Otra opinión afirmó que, quien orinase en el
lavamanos, era un egoísta al no pensar en la infección que podía transmitirle
al siguiente usurario. Otro participante afirmó que en realidad la orina no
tiene bacterias, lo cual hace posible que se pueda ingerir, sin problemas, la
propia orina. Un tercer opinante resaltó el hecho de que nadie se lava las
manos limpias y que por sucias están llenas de patógenos y aún así nadie duda
en lavarse los dientes en el mismo lavabo donde antes se restregó las manos
después de defecar. En realidad, vivimos entre bacterias, tantas, que
terminaríamos sicóticos si nos afanamos con dicho hecho. Me pregunté: aquella
persona que habló de infección, luego de leer los hechos ¿habrá cambiado de
opinión? No lo sé, porque no contestó dichos señalamientos. Mi segunda
conclusión: las creencias pueden ser tan fuertes que ni los hechos evidentes las
estremecen.
En realidad, el grueso de las opiniones fueron
burlescas, pero como ya dijo Freud, el chiste encierra una agresión. Advertían
sobre el peligro de visitar mi casa, del agua de dudosa procedencia que yo les
pudiera ofrecer y otras boberas semejantes. Lo hicieron dirigiéndose a mi
persona, con nombre propio. Me pregunté: si hice una pregunta y no una
confesión, ¿cuándo me convertí en villano? Mi tercera conclusión: las creencias
justifican la persecución al hereje.
Sin embargo, un grupo de personas se percataron
de que entre las opiniones emergía algo importante, que a pesar de que hablemos
de ser de mente abierta o revolucionarios o agentes comprometidos con el cambio
social por un mundo mejor, a pesar de todo eso, tenemos creencias que,
posiblemente, en momentos cruciales de nuestras vidas o de la historia patria,
van a aflorar y a contradecir todos nuestros discursos de buena voluntad.
Las ideas tienen el poder que le dan sus
creyentes, pero nunca dejan de ser ideas. Tienen consecuencias y se nos olvida.
Supongamos que hay una cultura llamada mixona. En ella, sus varones, como parte
de un rito, orinan en el lavamanos. ¿Qué haríamos con ellos? ¿Lo mismo que
hicieron los europeos con los pueblos de América, Asia y África? ¿Cuánto cura
consideró pecado que hombres y mujeres anduviesen desnudos en el clima
tropical? ¿O no fue así?