“Nuestra época es la de la
identidad reencontrada, la de la diferencia reconocida, la de la diferencia
mutuamente consentida y, por consentida, superable en complementariedad, lo
cual hace posible, espero, una solidaridad y una fraternidad nuevas.”
Aimé Césaire
Me parece que es
inútil preguntarse por qué un niño de 12 años puede llegar a preferir unirse a
una pandilla que seguir sus estudios escolares. ¿Y por qué no ha de hacerlo? La
pandilla le da sentido de pertenencia, poder, dinero, respeto. ¿Qué le ofrece
la escuela? ¿La obligación de respetar a unos adultos que hacen muy poco para
ganarse el respeto que dicen merecer?
Los cristianos
lo amenazan con el infierno y le prometen el cielo, pero ¿y qué le ofrecen para
esta vida terrenal? Lo que puedo observar es que por lo menos le permiten ser
parte de una comunidad estructurada por reglas bastante claras y simples. Reglas
que, en la práctica, lo alejan de los peligros de la calle. Empero, ¿será suficiente?
Nosotros los
intelectuales, los que en la televisión nos abrogamos el derecho de hablar de
él como fenómeno antropológico y no como lo que es: un niño. Y hablamos así
porque estamos tan cerca de él como lo está el sistema estelar Alfa Centauro.
Sí, nosotros, ¿qué le ofrecemos? ¿Un mal solapado temor a que otro criminal atente
contra nuestra muy cómoda comodidad?
Cuando fui
adolescente pertenecí a tres tipos de agrupaciones juveniles: una tropa de
muchachos exploradores, un club de karate y un grupo juvenil católico. Esas
fueron mis tres pandillas. En sus filas me sentí aceptado, útil y merecedor de
respeto y prestigio. Aprendí a no sólo pensar en mí, sino también en los demás.
Gracias a esas hermandades, hoy soy un docente feliz de serlo. En las tres me
topé con adultos generosos. ¿Con cuántos adultos generosos se topará ese niño
de 12 años tentado por el crimen organizado?
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