domingo, 7 de mayo de 2017

¿Y POR QUÉ NO?

“Nuestra época es la de la identidad reencontrada, la de la diferencia reconocida, la de la diferencia mutuamente consentida y, por consentida, superable en complementariedad, lo cual hace posible, espero, una solidaridad y una fraternidad nuevas.”
Aimé Césaire      
Me parece que es inútil preguntarse por qué un niño de 12 años puede llegar a preferir unirse a una pandilla que seguir sus estudios escolares. ¿Y por qué no ha de hacerlo? La pandilla le da sentido de pertenencia, poder, dinero, respeto. ¿Qué le ofrece la escuela? ¿La obligación de respetar a unos adultos que hacen muy poco para ganarse el respeto que dicen merecer?
Los cristianos lo amenazan con el infierno y le prometen el cielo, pero ¿y qué le ofrecen para esta vida terrenal? Lo que puedo observar es que por lo menos le permiten ser parte de una comunidad estructurada por reglas bastante claras y simples. Reglas que, en la práctica, lo alejan de los peligros de la calle. Empero, ¿será suficiente?
Nosotros los intelectuales, los que en la televisión nos abrogamos el derecho de hablar de él como fenómeno antropológico y no como lo que es: un niño. Y hablamos así porque estamos tan cerca de él como lo está el sistema estelar Alfa Centauro. Sí, nosotros, ¿qué le ofrecemos? ¿Un mal solapado temor a que otro criminal atente contra nuestra muy cómoda comodidad?

Cuando fui adolescente pertenecí a tres tipos de agrupaciones juveniles: una tropa de muchachos exploradores, un club de karate y un grupo juvenil católico. Esas fueron mis tres pandillas. En sus filas me sentí aceptado, útil y merecedor de respeto y prestigio. Aprendí a no sólo pensar en mí, sino también en los demás. Gracias a esas hermandades, hoy soy un docente feliz de serlo. En las tres me topé con adultos generosos. ¿Con cuántos adultos generosos se topará ese niño de 12 años tentado por el crimen organizado?

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