domingo, 14 de mayo de 2017

JARL RICARDO BABOT O EL POETA QUE DIALOGA DESDE LA CALLE GORKI

“Leonid está bastante grueso
Y lee todo el día números muy viejos de Pravda
Y cree que Stalin vive.
Su esposa prepara compota,
Alejada de las dificultades de las largas filas
Porque nunca sale.
Algunos amigos, cada  vez  más pocos,
Vienen a visitarlos cuando el tiempo exterioriza alguna bondad.”
Permítanme iniciar mi disertación con una anécdota. En 1985, en la Universidad de Panamá, me topé con una puerta pintada de negro que tenía una tablilla con el escueto título de Teatro Taller. La curiosidad me conquistó. Toqué sin muchas ganas de que abrieran, pero abrieron. Quien me atendió me preguntó que deseaba. Le contesté lo primero que se me ocurrió; quiero aprender teatro. El hombre me dijo que no había ningún problema, pero que regresase al día siguiente. Regresé dos años más tarde, en 1987, volví a tocar la misma puerta, me volvió a abrir el mismo señor y antes de que pudiese decir palabra alguna, él me dijo: Pase, lo estábamos esperando. Quien así me habló fue Jarl Ricardo Babot, el poeta de quien hoy quiero conversarles. Nunca tuve la necesidad de comprobar si en verdad Jarl me recordó, sólo me dejé arrastrar por la magia del encuentro. Así también fue con su teatro y su poesía.
Gracias por permitirme esta digresión, aunque quizás no lo sea, tal vez, precisamente, el encuentro es el meollo de la obra de Babot. Pero en un mundo de desencuentros, ¿qué valor pudieran tener los versos de Ricardo?
La literatura del siglo XX en Panamá estuvo, en gran parte, signada por el cumplimiento de la consigna: un solo territorio, una sola bandera. Babot fue una excepción. El grueso de su obra, pese a su pensamiento personal, no es registro de dicho tema. Por lo menos, no de forma evidente. Más bien trata sobre las angustias diarias y las alegrías efímeras de sujetos callejeros e inconspicuos. Sujetos que se encuentran amablemente con otros sujetos y que comparten con ellos las cosas simples y sencillas de la vida. No grandes héroes, no grandes épicas.
Para este diálogo escogí el libro Poemas de la calle Gorki, un poemario donde el hablante lírico es un estudiante extranjero de teatro en Moscú. Allí ese muchacho nos platica de sus amores, o más bien de su amor; de sus vicisitudes con el invierno, de cosas tan escuetas como ir al cine y no tener la necesidad de entender el idioma ruso, de lo poco que duraba el dinero de la beca, de la cerveza y el pescado seco compartido con los amigos. De las papas y las coles.
Dicha temática fue calificada de prosaica por algunos literatos panameños de la época. Quizás, dichos inquisidores, desconocían que la literatura rusa de los tiempos en que fue escrito este poemario (1967), sufría un drástico deshielo luego de la muerte de Stalin y de la Primavera de Praga. Tal vez no supieron de la perenne sed de humanidad de Yevtushenko, Voznesenski, Rozhdéstvenski y Ajmadúlina. Sólo así se explica su decisión de aferrarse a la dogmática preceptiva del índex soviético y que prefirieran ignorar a Babot.
Para esos escritores sería chocante escuchar que el libro Poemas de la calle Gorki es eminentemente social. Este libro realiza una abierta crítica al desvencijado régimen soviético. Tal acusación la hace Jarl Ricardo Babot por ser un devoto enamorado de la vida. Tanto la ama, que le duele verla asfixiada por un sistema que, en nombre de las buenas intenciones, termina empedrando el camino al  infierno. Desde la calle Gorki, Jarl nos pinta con palabras su profundo humanismo. Eso es revolucionario. Él no habla del glorioso primero de mayo, el habla del orgullo que siente el trabajador al contemplar su obra terminada.
Babot, por boca de su hablante lírico, el joven extranjero que estudia teatro en Moscú, nos llama a prestar atención al óxido que deslustra las botas, no las botas de los soldados que marchan en la calle Gorki, sino las de aquellos que desfilan en los pasillos del Kremlin. De aquellos que engruesan sus cuerpos sin hacer largas filas, de los privilegiados indultados del crimen de darle las espaldas al presente. Las botas oxidadas de hombres iguales a todos los hombres, que sienten el frío como todos los hombres y cuyo morbo espera que sea revelado un secreto, cualquiera, cualquier secreto. Hombres incapaces de buscar la claridad.
Una nota la margen. Entre el final de los años 50 e inicio de la década de los 60, dos líderes mundiales dieron pasos necesarios para renovar sus respectivas instituciones. Nikita Jrushchov y Juan XXIII. El Vaticano sigue siendo un poder mundial, la URSS ya no existe.
En los tiempos de la Guerra Fría: ¿La poesía sólo podía denunciar al capitalismo? ¿Era imposible comprometerse con las almas hartas de ver desfilar a los soldados, mientras que en sus despensas solo había pescado seco y un par de papas? ¿Cómo evitar que estallen los versos cuando la esposa del coronel se pasea, en las fiestas, forrada con finas pieles mientras la mujer obrera únicamente se puede abrigar con una vieja sábana?
Uno de los grandes errores de los utópicos es que creen que todo el mundo debe estar de acuerdo con ellos. A los totalitarios les desagrada la disidencia. Y más cuando toca sus íconos. El estudiante de teatro que vive en la calle Gorki afirma que tal vez Lenin era un poeta y soñador, cuyo corazón estalló al saber lo que venía después del triunfo de octubre del 17.
“En su eterna lucha contra los botones del abrigo el invierno ruso,
Finalmente,
se hizo mi gran amigo…”
No sé para ustedes, pero para mí el infierno es frío. No hay pailas con aceite hirviente, sino muros infranqueables de hielo. Nada me es tan tormentoso como esa sensación del calor abandonando mi cuerpo, que se marcha hipnotizado por los susurros de la helada. Entristezco al escuchar a la tibieza despedirse. El frío es una experiencia existencial. Nadie puede sufrir el frío por mí y menos cuando el aire escarchado acaricia mis pulmones. Aún bien arropado, él me asecha, espera un descuido de mi abrigo para darme su cruel abrazo. A veces se aleja un poco, sólo para que yo me confíe y me pueda sorprender con una nueva arremetida.
Sin embargo, aquel estudiante extranjero y vecino de la calle Gorki se entregó al invierno, al invierno ruso, el que venció a Napoleón y a Hitler; ese muchacho se rindió al frío y con serenidad esperó la primavera. ¿Qué clase de heroísmo es este? Es la valentía que nunca recibirá una medalla. Aunque, pensándolo bien, si ha de recibirla. En la calle la nieve es un reto, pero en la casa, en la casa es otra cosa, más en la cama, más en la cama cómplice; allí es una invitación a que dos cuerpos, en danza con Eros, ignoren al frío y compartan los sudores, la saliva, los fluidos.
Otra digresión. En tiempos del Proceso Revolucionario Panameño, llegué a ver a varios de sus acólitos aprovechar la menor llovizna para encaletarse gruesos gorros de lana similares a los que usaban los miembros del politburó soviético. Hasta entrecerraban los ojos, tal y como si estuviesen en medio de una ventisca. Por suerte, nunca tuve que oler ninguno de esos gorros.
 “Los domingos veraniegos de Moscú, son como un viejo que lava sus ropas. Solo…
El agua se derrama sin molestias y sin rabias.
Es muy viejo el viejo.
Su mujer murió cuando la Guerra Patria
Y desde entonces está solo.
El viejo lava sus ropas; el agua se derrama.
El verano insiste en alargarse, Como la bufanda tejida en el año 44.”
En la calle Gorki siempre desfilan los soldados; pero el estudiante extranjero, nuestro hablante lírico, no los observa, sus ojos tienen otras prioridades. Pienso que este poemario es una excusa para que, a pesar del pan de centeno viejo, ese estudiante extranjero le de su lugar, su justo y correcto lugar, al amor. ¿Y cuál es ese lugar? En la cama y debajo de una sola sábana para así evitar las maldiciones.
El hablante lírico, ese estudiante extranjero, ese que se parece tanto a Babot, nos habla del amor entre los jóvenes, de su amor, apasionado y siempre en celebración; pero también de la soledad del amor anciano y viudo, de como ella, la soledad, insiste en revivir la pasión y la celebración, cada vez que se lava una bufanda con abundante agua y sin la presencia del invierno.
Nótese que los versos no evocan la aplastante victoria de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas sobre la Alemania Nazi, ni resalta el valor del pueblo ruso que enfrentó y finalmente se impuso sobre las muy homicidas SS. No. Esos versos evocan la soledad que trae consigo el amor que ya no está, pero que perdura en una bufanda tejida, ¿por la mujer amada?, casi al final de la guerra, cuando la esperanza comenzaba a volver a dar unos pequeños pasos.
El amor, el de los jóvenes o el del anciano viudo, es una fiesta. Canta y bebe vino o vodka, y aunque el pescado servido en la mesa este más que seco, en la boca compartida de los amantes, es tierno como melaza. No hay espacio para robos y mentiras, sí para la tibieza.
Por la calle Gorki desfilan soldados, sí, pero ellos no son los protagonistas. ¿Y quiénes lo son? Los amantes. Pero enamorarse en tan míseras condiciones, ¿no es enajenarse? Afirmar que el amor es el eterno liberador, ¿no es un alegato trillado y cursi? Cuando el mundo que nos rodea es una mentira que nos flagela, amar es lo más real que podemos hacer.
“Y no lloré por las estrellas lejanas.
Lloré por ser un hombre de este planeta, asesino de su hermano.”
No, no, ese muchacho no es un enajenado. Pese al amor y a la pasión compartida con la persona amada, ese estudiante de teatro se sabe cómplice de las atrocidades de nuestra muy civilizada civilización. Sabe que él también sería capaz de, en nombre de la más justa de las causas justas, cometer horrores, horrores que luego él, sí, él mismo, disculparía afirmando que se trataba de errores ingenuos característicos de la impetuosa juventud.
También está conciente de que nuestras repisas están llenas de retratos de héroes. Hombres que asesinaron mientras los acompañaba el miedo. Toda bajeza queda sepultada por el brillo de una medalla al valor. Así funciona este mundo. Ya es tiempo que construyamos otro. Esa es la inquietud que nos deja Jarl incrustada en el alma. Aunque no nos dice como hacerlo.
Estoy inclinado a pensar que el Panamá del siglo pasado no estaba listo para acoger los versos de Babot. La Guerra Fría y la lucha por la soberanía en la zona del canal no lo facilitaban. En este siglo XXI, la humanidad sigue con la perniciosa costumbre de lanzar a los hombres contra otros hombres, pero a diferencia del siglo XX, hoy las fronteras no están bien definidas; ya no es tan fácil hacer la división entre revolucionarios y  contrarrevolucionarios. Me parece que hoy se puede criticar al gobierno estadounidense sin ser catalogado de comunista y lo mismo se puede hacer con el gobierno actual de Venezuela, sin ser tachado de fascista. Pienso que ya no hay temas obligatorios en la literatura panameña.
En esta globalizada centuria, la última trinchera es el individuo. Y es a él a quien Jarl Ricardo Babot dedica sus versos. A la universalidad del prójimo, ese que pese al frío, aún es capaz de amar, de gozar con el aroma de una sopa de coles y de la cerveza compartida con los amigos. Entre amigos el pescado seco es sobradamente tierno. Babot dedica sus versos a sujetos como el estudiante que corre a encontrarse con la amada debajo de una sola sábana, que señala a los privilegiados de un sistema político que se ufanaba de no tenerlos y que se atreve a ser un loco creativo, aún en medio de la asfixia. Me parece que esa es la misión de los poetas en este desutopizado siglo: defender la locura que construye y es creativa.
“Tuve un cuarto pequeño.
Yo no sé de medidas, pero era tan pequeño que apenas cabíamos los dos;
Y algunos versos de Blok, de Esenin, de Pasternak. Hicimos espacio para Repin.
A Dostoievski le asignamos la ventana: él sabe de frío y vicisitudes. (No le permitimos, eso sí, ni cartas ni dados).
Chejov pidió un lugar bajo la cama.
Pero Chejov no era un hombre solo: tenía hermanos, tíos, un amigo (médico y borracho) que insistía meter en el cuarto todo el bosque por el soñado…
Chejov fue nuestro gran problema.
Le dimos espacio, ciertamente, pero tuvimos que mudarnos.”

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