Y lee todo el día números muy viejos de Pravda
Y cree que Stalin vive.
Su esposa prepara compota,
Alejada de las dificultades de las largas filas
Porque nunca sale.
Algunos amigos, cada vez más pocos,
Vienen a visitarlos cuando el tiempo exterioriza alguna bondad.”
Permítanme iniciar mi disertación con una anécdota. En
1985, en la Universidad de Panamá, me topé con una puerta pintada de negro que
tenía una tablilla con el escueto título de Teatro Taller. La curiosidad me
conquistó. Toqué sin muchas ganas de que abrieran, pero abrieron. Quien me
atendió me preguntó que deseaba. Le contesté lo primero que se me ocurrió;
quiero aprender teatro. El hombre me dijo que no había ningún problema, pero
que regresase al día siguiente. Regresé dos años más tarde, en 1987, volví a
tocar la misma puerta, me volvió a abrir el mismo señor y antes de que pudiese
decir palabra alguna, él me dijo: Pase, lo estábamos esperando. Quien así me
habló fue Jarl Ricardo Babot, el poeta de quien hoy quiero conversarles. Nunca
tuve la necesidad de comprobar si en verdad Jarl me recordó, sólo me dejé
arrastrar por la magia del encuentro. Así también fue con su teatro y su
poesía.
Gracias por
permitirme esta digresión, aunque quizás no lo sea, tal vez, precisamente, el
encuentro es el meollo de la obra de Babot. Pero en un mundo de desencuentros,
¿qué valor pudieran tener los versos de Ricardo?
La literatura
del siglo XX en Panamá estuvo, en gran parte, signada por el cumplimiento de la
consigna: un solo territorio, una sola bandera. Babot fue una excepción. El
grueso de su obra, pese a su pensamiento personal, no es registro de dicho tema.
Por lo menos, no de forma evidente. Más bien trata sobre las angustias diarias
y las alegrías efímeras de sujetos callejeros e inconspicuos. Sujetos que se
encuentran amablemente con otros sujetos y que comparten con ellos las cosas
simples y sencillas de la vida. No grandes héroes, no grandes épicas.
Para este
diálogo escogí el libro Poemas de la calle Gorki, un poemario donde el hablante
lírico es un estudiante extranjero de teatro en Moscú. Allí ese muchacho nos
platica de sus amores, o más bien de su amor; de sus vicisitudes con el
invierno, de cosas tan escuetas como ir al cine y no tener la necesidad de
entender el idioma ruso, de lo poco que duraba el dinero de la beca, de la
cerveza y el pescado seco compartido con los amigos. De las papas y las coles.
Dicha temática
fue calificada de prosaica por algunos literatos panameños de la época. Quizás,
dichos inquisidores, desconocían que la literatura rusa de los tiempos en que
fue escrito este poemario (1967), sufría un drástico deshielo luego de la muerte
de Stalin y de la Primavera de Praga. Tal vez no supieron de la
perenne sed de humanidad de Yevtushenko,
Voznesenski, Rozhdéstvenski y Ajmadúlina. Sólo así se explica su decisión de
aferrarse a la dogmática preceptiva del índex soviético y que prefirieran
ignorar a Babot.
Para esos
escritores sería chocante escuchar que el libro Poemas de la calle Gorki es
eminentemente social. Este libro realiza una abierta crítica al desvencijado
régimen soviético. Tal acusación la hace Jarl Ricardo Babot por ser un devoto
enamorado de la vida. Tanto la ama, que le duele verla asfixiada por un sistema
que, en nombre de las buenas intenciones, termina empedrando el camino al infierno. Desde la calle Gorki, Jarl nos
pinta con palabras su profundo humanismo. Eso es revolucionario. Él no habla
del glorioso primero de mayo, el habla del orgullo que siente el trabajador al
contemplar su obra terminada.
Babot, por boca
de su hablante lírico, el joven extranjero que estudia teatro en Moscú, nos
llama a prestar atención al óxido que deslustra las botas, no las botas de los
soldados que marchan en la calle Gorki, sino las de aquellos que desfilan en
los pasillos del Kremlin. De aquellos que engruesan sus cuerpos sin hacer
largas filas, de los privilegiados indultados del crimen de darle las espaldas
al presente. Las botas oxidadas de hombres iguales a todos los hombres, que
sienten el frío como todos los hombres y cuyo morbo espera que sea revelado un
secreto, cualquiera, cualquier secreto. Hombres incapaces de buscar la claridad.
Una nota la
margen. Entre el final de los años 50 e inicio de la década de los 60, dos
líderes mundiales dieron pasos necesarios para renovar sus respectivas
instituciones. Nikita Jrushchov y Juan XXIII. El
Vaticano sigue siendo un poder mundial, la URSS ya no existe.
En los tiempos
de la Guerra Fría: ¿La poesía sólo podía denunciar al capitalismo? ¿Era
imposible comprometerse con las almas hartas de ver desfilar a los soldados,
mientras que en sus despensas solo había pescado seco y un par de papas? ¿Cómo
evitar que estallen los versos cuando la esposa del coronel se pasea, en las
fiestas, forrada con finas pieles mientras la mujer obrera únicamente se puede
abrigar con una vieja sábana?
Uno de los
grandes errores de los utópicos es que creen que todo el mundo debe estar de
acuerdo con ellos. A los totalitarios les desagrada la disidencia. Y más cuando
toca sus íconos. El estudiante de teatro que vive en la calle Gorki afirma que
tal vez Lenin era un poeta y soñador, cuyo corazón estalló al saber lo que venía
después del triunfo de octubre del 17.
“En su eterna lucha contra los botones
del abrigo el invierno ruso,
Finalmente,
se hizo mi gran amigo…”
No sé para ustedes, pero para mí el infierno es frío.
No hay pailas con aceite hirviente, sino muros infranqueables de hielo. Nada me
es tan tormentoso como esa sensación del calor abandonando mi cuerpo, que se
marcha hipnotizado por los susurros de la helada. Entristezco al escuchar a la
tibieza despedirse. El frío es una experiencia existencial. Nadie puede sufrir
el frío por mí y menos cuando el aire escarchado acaricia mis pulmones. Aún
bien arropado, él me asecha, espera un descuido de mi abrigo para darme su
cruel abrazo. A veces se aleja un poco, sólo para que yo me confíe y me pueda
sorprender con una nueva arremetida.
Sin embargo, aquel estudiante extranjero y vecino de
la calle Gorki se entregó al invierno, al invierno ruso, el que venció a
Napoleón y a Hitler; ese muchacho se rindió al frío y con serenidad esperó la
primavera. ¿Qué clase de heroísmo es este? Es la valentía que nunca recibirá
una medalla. Aunque, pensándolo bien, si ha de recibirla. En la calle la nieve
es un reto, pero en la casa, en la casa es otra cosa, más en la cama, más en la
cama cómplice; allí es una invitación a que dos cuerpos, en danza con Eros,
ignoren al frío y compartan los sudores, la saliva, los fluidos.
Otra digresión.
En tiempos del Proceso Revolucionario Panameño, llegué a ver a varios de sus
acólitos aprovechar la menor llovizna para encaletarse gruesos gorros de lana
similares a los que usaban los miembros del politburó soviético. Hasta
entrecerraban los ojos, tal y como si estuviesen en medio de una ventisca. Por
suerte, nunca tuve que oler ninguno de esos gorros.
“Los domingos veraniegos de Moscú, son como un
viejo que lava sus ropas. Solo…
El agua se derrama sin molestias y sin
rabias.
Es muy viejo el viejo.
Su mujer murió cuando la Guerra Patria
Y desde entonces está solo.
El viejo lava sus ropas; el agua se
derrama.
El verano insiste en alargarse, Como la
bufanda tejida en el año 44.”
En la calle Gorki siempre desfilan los soldados; pero
el estudiante extranjero, nuestro hablante lírico, no los observa, sus ojos
tienen otras prioridades. Pienso que este poemario es una excusa para que, a
pesar del pan de centeno viejo, ese estudiante extranjero le de su lugar, su
justo y correcto lugar, al amor. ¿Y cuál es ese lugar? En la cama y debajo de
una sola sábana para así evitar las maldiciones.
El hablante
lírico, ese estudiante extranjero, ese que se parece tanto a Babot, nos habla
del amor entre los jóvenes, de su amor, apasionado y siempre en celebración;
pero también de la soledad del amor anciano y viudo, de como ella, la soledad,
insiste en revivir la pasión y la celebración, cada vez que se lava una bufanda
con abundante agua y sin la presencia del invierno.
Nótese que los
versos no evocan la aplastante victoria de la Unión de Repúblicas Socialistas
Soviéticas sobre la Alemania Nazi, ni resalta el valor del pueblo ruso que
enfrentó y finalmente se impuso sobre las muy homicidas SS. No. Esos versos
evocan la soledad que trae consigo el amor que ya no está, pero que perdura en
una bufanda tejida, ¿por la mujer amada?, casi al final de la guerra, cuando la
esperanza comenzaba a volver a dar unos pequeños pasos.
El amor, el de
los jóvenes o el del anciano viudo, es una fiesta. Canta y bebe vino o vodka, y
aunque el pescado servido en la mesa este más que seco, en la boca compartida
de los amantes, es tierno como melaza. No hay espacio para robos y mentiras, sí
para la tibieza.
Por la calle
Gorki desfilan soldados, sí, pero ellos no son los protagonistas. ¿Y quiénes lo
son? Los amantes. Pero enamorarse en tan míseras condiciones, ¿no es
enajenarse? Afirmar que el amor es el eterno liberador, ¿no es un alegato
trillado y cursi? Cuando el mundo que nos rodea es una mentira que nos flagela,
amar es lo más real que podemos hacer.
“Y no lloré por las estrellas lejanas.
Lloré por ser un hombre de este planeta, asesino de su hermano.”
No, no, ese
muchacho no es un enajenado. Pese al amor y a la pasión compartida con la
persona amada, ese estudiante de teatro se sabe cómplice de las atrocidades de
nuestra muy civilizada civilización. Sabe que él también sería capaz de, en nombre
de la más justa de las causas justas, cometer horrores, horrores que luego él,
sí, él mismo, disculparía afirmando que se trataba de errores ingenuos
característicos de la impetuosa juventud.
También está
conciente de que nuestras repisas están llenas de retratos de héroes. Hombres
que asesinaron mientras los acompañaba el miedo. Toda bajeza queda sepultada
por el brillo de una medalla al valor. Así funciona este mundo. Ya es tiempo que
construyamos otro. Esa es la inquietud que nos deja Jarl incrustada en el alma.
Aunque no nos dice como hacerlo.
Estoy inclinado
a pensar que el Panamá del siglo pasado no estaba listo para acoger los versos
de Babot. La Guerra Fría y la lucha por la soberanía en la zona del canal no lo
facilitaban. En este siglo XXI, la humanidad sigue con la perniciosa costumbre
de lanzar a los hombres contra otros hombres, pero a diferencia del siglo XX,
hoy las fronteras no están bien definidas; ya no es tan fácil hacer la división
entre revolucionarios y
contrarrevolucionarios. Me parece que hoy se puede criticar al gobierno
estadounidense sin ser catalogado de comunista y lo mismo se puede hacer con el
gobierno actual de Venezuela, sin ser tachado de fascista. Pienso que ya no hay
temas obligatorios en la literatura panameña.
En esta
globalizada centuria, la última trinchera es el individuo. Y es a él a quien
Jarl Ricardo Babot dedica sus versos. A la universalidad del prójimo, ese que
pese al frío, aún es capaz de amar, de gozar con el aroma de una sopa de coles
y de la cerveza compartida con los amigos. Entre amigos el pescado seco es
sobradamente tierno. Babot dedica sus versos a sujetos como el estudiante que
corre a encontrarse con la amada debajo de una sola sábana, que señala a los
privilegiados de un sistema político que se ufanaba de no tenerlos y que se
atreve a ser un loco creativo, aún en medio de la asfixia. Me parece que esa es
la misión de los poetas en este desutopizado siglo: defender la locura que
construye y es creativa.
“Tuve un cuarto pequeño.
Yo no sé de medidas, pero era tan pequeño que apenas cabíamos los dos;
Y algunos versos de Blok, de Esenin, de Pasternak. Hicimos espacio para
Repin.
A Dostoievski le asignamos la ventana: él sabe de frío y vicisitudes.
(No le permitimos, eso sí, ni cartas ni dados).
Chejov pidió un lugar bajo la cama.
Pero Chejov no era un hombre solo: tenía hermanos, tíos, un amigo
(médico y borracho) que insistía meter en el cuarto todo el bosque por el
soñado…
Chejov fue nuestro gran problema.
Le dimos espacio, ciertamente, pero tuvimos que mudarnos.”
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