“El secreto de la humanidad está en el vínculo entre las personas y
sucesos. Las personas ocasionan los sucesos y los sucesos forman a las
personas.”
Ralph Waldo Emerson
Hace unos días escuché un supuesto debate entre un ateo y un creyente.
Increíblemente, contrario a mi acostumbrado comportamiento, escuché el
altercado en silencio, sin participar ni tomar partido. Desde el inicio percibir
un desagradable tufillo a insensatez que me paralizó.
Los argumentos del creyente consistieron en afirmar la incapacidad del
ser humano, no sólo de asegurarse un cupo en el cielo al final de los tiempos,
sino de poder valerse por sí mismo en esta vida. El éxito es obra del Padre
Supremo y el fracaso del maligno. También abundó en amenazas de vida eterna en
el infierno.
Al principio, los argumentos del ateo me causaron gracia, me recordaron las
ocurrencias del siempre admirado Ricaurte Soler, catedrático de la Universidad
de Panamá, que cuando escuchaba una participación absurda de algún estudiante,
se agarraba la cabeza y decía ¡Dios mío! ¡Ay, perdón verdad que soy ateo! Al final,
quedé convencido de su pobreza intelectual.
Sólo se burló del creyente; lo trató, entre otras cosas, de cavernícola
y asumió una pose de superioridad que, por cierto, jamás demostró. Nunca dio sus
razones. La cereza fue cuando dijo: Esta científicamente probado que Dios no
existe. El creyente lo maldijo y le vaticinó la eternidad en el averno. Tuve ganas
de preguntar cuándo se demostró científicamente que Dios no existe o sobre la obsesión
de los creyentes en el infierno, pero entre tanta bufonada y chantaje, preferí
marcharme con esas y el resto de mis preguntas. Ninguno defendió a la
humanidad.
El creyente nunca dijo que los humanos somos tan
importantes que Dios quiso vivir entre nosotros. El ateo nunca dijo que él,
como humano, tiene la capacidad de hacerse responsable de su propia vida y no
necesita a un Dios que le diga como ser un buen hombre. ¡Pobre humanidad!
No hay comentarios:
Publicar un comentario