“El progreso humano se debe a los obsesionados.”
Moisés Pinzón
Puede ser que la
leyenda de Nerón ordenando el incendio de la ciudad de Roma, para después
contemplarlo mientras tocaba el laúd, no sea más que eso, una leyenda. Sin embargo,
ella sirve de metáfora del progreso traído, o más bien impuesto, por los
llamados próceres del mundo. Ficción o no, el incendio de la urbe de ladrillo
tuvo como resultado final el nacimiento de la metrópoli de mármol.
Obsesionados con
sus proyectos, egoístas o filantrópicos, estos personajes arrastraron y hasta,
de ser necesario, empujaron a la humanidad más allá de los límites fijados por
la misma masa humana que, por comodidad y miedo, prefiere mantenerse
inmovilizada.
Gracias a ellos
abandonamos las cavernas y también supimos de guerras y de tantos otros
dolores. Occidente no sería lo que es hoy sin la irrupción romana en su
historia. ¿Qué tanto del derecho y la cultura de Roma conoceríamos sin
genocidas como Julio César? Sin embargo.
Por cada codicioso
emperador hay cien mil tozudos que sacrifican su bienestar y el de sus seres
queridos en aras de su causa. Eso hay que subrayarlo. Estos hombres y mujeres,
motores de la historia, encabezan las listas de los perseguidos y torturados por
la masa humana que, por comodidad, le teme al cambio. Algunos están registrados
en los libros de historia, muchos simplemente fueron olvidados. José Martí
habló de ellos, hombres (y también mujeres) con el decoro de muchos hombres sin
decoro (y también las hay mujeres). Bertol Brecht los llamó indispensables (y
las indispensables también abundan).
Codiciosos y genocidas, honestos e indispensables.
Plutonio y oro. Hoy somos lo que somos gracias a los tozudos. Nuestra historia
es la de su perversidad y su bondad.
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