“Nunca
más podrá mi país darse el lujo de sufrir otro de los éxitos de Montgomery.”
Príncipe Bernardo de los Países
Bajos
Pirro de Epiro fue
uno de los grandes oponentes de la República Romana. Llegó incluso a derrotarla
en un par de batallas y, precisamente, fueron dichas victorias las que lo
condujeron a su derrota final. Una personalidad mezcla de genialidad y
valentía, ambición e impaciencia, y me imagino que también de inconsistencia y
arrogancia, elevaron sus costes militares, tanto, que hicieron insostenible la
conquista de Roma. En realidad, ni siquiera tenía planeado reemplazar al poder
romano con el suyo propio, sólo obedecía sus impulsos, espontáneos e
irreflexivos, nacidos de su oportunismo. ¡A la guerra por la guerra en sí
misma! Y todo en nombre de su noble coraje. Pirro murió en una confusa batalla
gracias a una pesada teja que le arrojó una anciana.
A veces siento
que habito el reino de Pirro. Siento que en Panamá, el país donde vivo, parece
haber más de un Pirro, pareciera que hay cientos de miles y todos se creen
reyes guerreros. Y ninguno es un genio estratega. Y muchos de ellos son unos
meros idiotas.
Todos tienen causas justas. Y se movilizan en
nombre de ellas. Pero en un punto crucial sus actos se vuelven irracionales. Y
en lugar de acertar el golpe final y obtener la victoria final y rotunda, o por
lo menos garantizar el poder sostener la lucha a largo plazo, se desvían del
objetivo, lo diluyen y se enfrascan en la torpe demostración de algo, algo que,
de lograrse, será un gran signo, un enorme y brillante símbolo del estatus quo,
pues al final nada cambia. Como que muerto el tigre se le temiera al cuero seco
del felino. Nada de aquello de perder una batalla para ganar la guerra, al
contrario, ganar pírricamente una batalla aunque eso signifique perder la
guerra. Todo por la foto épica, por los 5 minutos bajo los reflectores. Y
después la excusa: Yo sí peleé. Y después lo inconfesable: No hice lo necesario
para ganar, en el fondo le temo al triunfo.
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