“¿Pero que es lo que veo? Del aeropuerto de Albrook,
ubicado detrás del Cerro Ancón, sale un helicóptero mucho más chico que aquellos
que habían estado ametrallando a la población en las calles. La pequeña nave se
dirige sin mucha velocidad hacia el área de Amador y estando sobre las
exclusivas mansiones de oficiales norteamericanos, gira hacia el Chorrillo y se
detiene en lo alto. Inclina su fuselaje y dispara, sin ruido, una delgada
estela de luz color lila, que por su ángulo se dirige hacia la hilera de
frágiles casas ubicadas en la orilla de la Avenida de Los Poetas y la calle 26
Oeste. Al tocar tierra se produce un pavoroso ruido acompañado de
impresionantes llamas de múltiples colores que se expanden rápidamente por todo
el sector; el fuego se propaga fácilmente entre las construcciones de maderas
viejas. Noto que la pequeña nave, de poderosa capacidad de destrucción
incendiaria, regresa sin apuro por la misma vía por la que apareció.”
Américo Alvarado
Guadamuz
Estuve frente a ese paisaje. Atónito. Abrumado. Aplastado. Vencido.
No podría decir cuantos minutos estuve contemplándolo, ni describirlo con
precisión científica, mi memoria prefirió registrar, esencialmente, la
sensación que despertó en mí verlo. Fue de descubrimiento. Descubrimiento de mi
dolor. De comprensión. Comprensión de mi dolor. Y mi dolor era el dolor de muchos; me hubiera gustado decir que de la
patria, pero ese día había dos patrias, había dos naciones con el mismo nombre
y sentimientos opuestos, encontrados.
Esa tarde del 22 de diciembre de 1989 yo estaba contemplando la
destrucción que sufrió una de las dos Panamá. Estaba en aquella localidad del
barrio de El Chorrillo conocida en ese entonces como El Límite, casi parado
sobre el lugar donde me dijeron recogieron las restos de mi amigo Demetrio
López; mi mirada estaba dirigida hacia la calle 27, sólo veía en pie el
multifamiliar llamado 24 de diciembre y
la iglesia de Fátima. Todo lo demás era humo
y escombros. Me contaron que a Demetrio le cayó una inmensa e incendiada viga
de madera que lo aprisionó en su propia casa y lo calcinó en vida. Fue a la una
de la madrugada.
Cuando inicié mis estudios universitarios vi una película sobre la
guerra de Viet Nam, Apocalipsis ya; en una de sus escenas terribles, después de
un bombardeo con NAPALM, un alto oficial yanqui olfateaba el aire y afirmaba
muy ufano su alegría por sentir el olor de la victoria. 10 años después,
aquella tarde del 22 de diciembre de 1989, también sentí un olor, pero era desagradable, era el olor de miles de libras
de carne quemada; carne de perros, de gatos, roedores, el olor a carne quemada
de seres humanos, de mujeres y niños, de hombres y ancianos. El olor de la
carne quemada de mi amigo Demetrio López.
A pocos kilómetros de mi punto de observación ocurría otro incendio.
No era de flamas sino de aplausos tan o más destructivos que el mismo fuego. En
calle cincuenta la otra Panamá celebraba la liberación. Nunca me acerqué a
calle cincuenta, ni cuando allí se realizaban las manifestaciones de pañuelitos
blancos contra la dictadura de Noriega y ni mucho menos en aquel diciembre
cuando celebraban la impotencia de no haber sido capaces de zafarse del tirano.
Hace 25 años estuve frente a ese paisaje desolador que fue la
destrucción por llamas del barrio de El Chorrillo. Quedé atónito. Abrumado.
Aplastado. Vencido. No podría decir cuantos minutos estuve contemplándolo, ni
describirlo con precisión científica, mi memoria prefirió registrar,
esencialmente, la sensación que despertó en mí verlo. Nunca podré olvidar ese
dolor. Aún lo sufro. Tampoco la vergüenza que todavía siento al recordar los
aplausos de calle 50.
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