“Para ellos, lo aceptable es solo lo que se
vislumbra dentro del espejismo dogmático-ideológico donde residen. Fuera del
mismo, nada es real.”
Rubén Blades
El automatismo, el vivir sin
estar conciente de la propia vida, es la gran tentación. Las acciones que hoy nos
resuelven los problemas, mañana se aplicarían sin mayor observación ni examen.
Pero ese comportamiento, tarde o temprano, termina por bloquear la experiencia
de sumergirse en la realidad, por ralentizar la vida. La vida automática,
aunque lata el corazón, por ser el atasco de la conciencia y de la iniciativa,
es muerte. Muerte ridícula, por cierto.
La dialéctica, la concepción
del universo en constante cambio y movimiento, es el gran reto. Significa
abandonarse a la incertidumbre y sobrevivir. Aunque esa idea abrume y confunda.
Asumir que la realidad cambia, es admitir que lo pensado sobre la realidad debe
también cambiar.
La humanidad tiene milenios
construyendo conocimiento a través del arte, la religión, la filosofía y la
ciencia. Lo ha hecho de forma automática, siguiendo el dictamen de algún dogma
que sirve de receta mágica, o dialécticamente, en permanente búsqueda y sin
anquilosar el pensar. Pero las ideas pueden superar la rigidez de las rocas. Es
cómodo aceptar como absoluto lo ya pensado por otro. Si por el sentirnos
cómodos hubiese sido, aún estaríamos, no en las cavernas, sino colgados de
algún árbol. En la comodidad, el crecimiento tiende a cero. La humanidad avanzó
porque hubo alguien que se incomodó y que estuvo más que dispuesto a incomodar.
Biológicamente hablando, la vida es la transformación de la energía de
una forma inútil a una útil para los seres vivos y su transmisión de célula a
célula, de ecosistema a ecosistema. Con la cultura ocurre algo parecido, se
construye y transmite el conocimiento, a veces como dogma, a veces como hipótesis
discutible. Y eso es y será un dilema permanente.
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