Encintada y en soledad
“La búsqueda
de la esencia pura, en realidad, es una práctica fascista.”
León Salvatierra
Hace algunos meses leí en
una tela colgada por ahí: Dios no cambia. Confieso que me chocó leer tal
sentencia. Es que esa es la excusa de aquellos que supuestamente son dueños de
la palabra divina para, no sólo no cambiar ellos, sino para procurar que nada
ni nadie cambie. ¡Prohibido evolucionar! ¡Prohibido adaptarse a la cambiante realidad!
No podemos perder de vista
que afirmar que nada cambie es alegar que la injusticia y la inequidad se deben
quedar tal como están: reinando entre nosotros. Prohibir la evolución social es
prohibir el hacer algo para poner punto final al reino de la infamia.
Los defensores del imperio
de la inmoralidad, porque una injusticia
es un acto inmoral, acusan de ateo a todo aquel que no este de acuerdo con la
proclama de un dios que promete una vida buena en la otra vida, mientras se
vive una mala vida en esta vida. Considero que la fe en Dios es una relación
tan íntima y personal como el tener sexo con la persona amada, y por lo tanto,
nadie debe inmiscuirse en ella. Pero ellos, los inmorales, tienen que
inmiscuirse; ¿por qué? Porque así obtienen su pedazo del pastel de la
desvergüenza.
Lo chistoso del asunto es
que estos siniestros personajes se apuran a encender las hogueras donde
achicharran a sus acusados de herejía, para, pasado un lapso de tiempo, con
golpes de pecho y lágrimas compungidas, elevarlos a los altares. A veces, muy
pocas veces, piden disculpas después de pasados unos cuantos siglos de cometido
el crimen.
¿Y quiénes son los herejes? Los herejes son aquellos que piensan que
tienen derecho a pensar como quieran. Los que piensan que el universo es
demasiado grande como para que sólo exista una sola respuesta a la pregunta:
¿Qué es el universo?