“El artista es aquel que cuenta, a través de algo, cosas que simplemente dice para hablar de la vida. Cuando el receptor se siente movido adentro, el arte se da.”
Jairo Lauradó
Lorena nació en unos idus de marzo. En la última celebración de la Toma de la Bastilla, Lorena del Carmen partió rumbo a lo desconocido, al absoluto, al siguiente plano de la evolución. Perdonen tanta inútil pirotecnia verbal. Me cuesta decir que murió. No es por el morbo que siempre despierta la muerte. Es porque afirmar que simplemente murió no es suficiente.
Siento alivio al decir que murió, porque decirlo es decir que descansó de las arremetidas de esa fiera llamada cáncer uterino. Pero también siento la más grande de las admiraciones, porque Lorena, mi prima, fue una maestra en el arte de vivir.
Lorena dedicó su vida a crear. A crear artesanías con sus hábiles manos. A crear postres con su buen gusto. A crear caridad con su gran corazón. Pero sobre todo, Lorena se dedicó a crear felicidad y alegría en todos aquellos que tuvimos el honor y el placer de convivir con ella.
Niños y adultos tuvimos un lugar especial en su alma. El alma de una mujer valiente. Toda esa teoría que me he atrevido a esbozar en algunos torpes escritos, de lo inútil del temor a la muerte, de la obligación de ser feliz hasta el último instante, del desapego, del dar razones para vivir alegre a quienes te rodean, todos esos discursos, Lorena fue capaz de resumirlos con su ejemplo de entereza y buen ánimo. Su sonrisa fue siempre nuestro consuelo.
La última vez que la vi me retó a una carrera, ella en su silla de ruedas y yo con mis zapatillas puestas. Prometió bañarme con el polvo de la derrota, no acepté correr, efectivamente, me iba a humillar con la derrota. Así como humilló a la muerte. Se marchó sin suplicar. Nunca reconoció el señorío de la muerte.