En esos días el excelentísimo señor Presidente dictó un decreto que obligaba a todos a quedarse en casa la Noche Buena, para así, evitando los tranques vehiculares, economizar gasolina. También para ahorrar gasas en el cuarto de urgencias del hospital Santo Tomás. Milagrosamente, todos los ciudadanos acataron el mandato. Hasta aquel famoso abogado que le encuentra un problema a toda solución. Por supuesto, todos obedecieron porque se apertrecharon muy bien de víveres, cohetes y ron.
Estando en su cuartito de la barraca 30 de Juan Díaz, cuartito atiborrado permanentemente de familiares y temporalmente de amigos, María, embarazada, tenía esperanzas de que los policías la dejaran pasar los retenes y así poder llegar a la sala de partos. No fue así. Ni siquiera lo intentaron. No había taxis. Nadie tenía auto. Ni los buses diablos rojos recorrían las calles. Estaban vacías. Y María no quiso caminar y arriesgarse a parir en la calle. Resignado, José se ancló a una botella de su licor favorito: el seco y decidió esperar junto a sus amigos. José se había graduado del bachillerato apenas unos días antes. María lo haría, si todo salía bien, al siguiente año.
Y llegó la hora, y se formó el arroz con mango, nadie nunca había servido de partero. Todo fue pánico hasta que Keyla, que a la sazón ya había parido cinco veces, se atrevió a fungir como tal.
José en fuego, bien borracho; María gritando, súper asustada; y Keyla con los ojos muy abiertos y recordando su pentagonoéica experiencia. A las doce en punto, a las doce de la noche nació el niño de José y María; un niño al que llamarían Jesús. Al caserón llegaron los buhoneros de la peotonal, cargados de regalos para el infante. No falto el impertinente que encendió una mecha de cohetes que hizo llorar asustado al recién nacido.
También se apareció el chino dueño de la tienda de abarrotes con una caja de inciensos y otra de comida. Las vecinas se apresuraron a socorrer en todo a María. Los vecinos corrieron a beber más guaro junto a José. Algunos fumaron hierba en el lote baldío que está frente a la barraca. La algarabía era mucha. Los sistemas de sonidos competían entre sí; de un lado se escuchaba reguetón, del otro el típico de Samy y Sandra y al fondo, por supuesto, la voz de Maelo Rivera. Apenas si se podía oír lo que hablaba el fulano o la zutana que estaba al lado de uno.
Lo que sí todo el mundo pudo escuchar, a lo que sí todo el mundo prestó atención, desde el chinito hasta los buhoneros, fue a un coro de voces que brotaba de lo desconocido; un coro que cantaba así: “Gloria a Dios en lo alto del cielo y en la tierra paz para todo aquel que no haga daño a su prójimo”. A su prójima tampoco, por supuesto. Y la noche continúo. José terminó vomitando la borrachera. María tomando no sé cuantas curas y aplicándose mil emplastos. Y Jesús, el niño Jesús, el niño Jesús recién nacido rió, rió y rió…
Estando en su cuartito de la barraca 30 de Juan Díaz, cuartito atiborrado permanentemente de familiares y temporalmente de amigos, María, embarazada, tenía esperanzas de que los policías la dejaran pasar los retenes y así poder llegar a la sala de partos. No fue así. Ni siquiera lo intentaron. No había taxis. Nadie tenía auto. Ni los buses diablos rojos recorrían las calles. Estaban vacías. Y María no quiso caminar y arriesgarse a parir en la calle. Resignado, José se ancló a una botella de su licor favorito: el seco y decidió esperar junto a sus amigos. José se había graduado del bachillerato apenas unos días antes. María lo haría, si todo salía bien, al siguiente año.
Y llegó la hora, y se formó el arroz con mango, nadie nunca había servido de partero. Todo fue pánico hasta que Keyla, que a la sazón ya había parido cinco veces, se atrevió a fungir como tal.
José en fuego, bien borracho; María gritando, súper asustada; y Keyla con los ojos muy abiertos y recordando su pentagonoéica experiencia. A las doce en punto, a las doce de la noche nació el niño de José y María; un niño al que llamarían Jesús. Al caserón llegaron los buhoneros de la peotonal, cargados de regalos para el infante. No falto el impertinente que encendió una mecha de cohetes que hizo llorar asustado al recién nacido.
También se apareció el chino dueño de la tienda de abarrotes con una caja de inciensos y otra de comida. Las vecinas se apresuraron a socorrer en todo a María. Los vecinos corrieron a beber más guaro junto a José. Algunos fumaron hierba en el lote baldío que está frente a la barraca. La algarabía era mucha. Los sistemas de sonidos competían entre sí; de un lado se escuchaba reguetón, del otro el típico de Samy y Sandra y al fondo, por supuesto, la voz de Maelo Rivera. Apenas si se podía oír lo que hablaba el fulano o la zutana que estaba al lado de uno.
Lo que sí todo el mundo pudo escuchar, a lo que sí todo el mundo prestó atención, desde el chinito hasta los buhoneros, fue a un coro de voces que brotaba de lo desconocido; un coro que cantaba así: “Gloria a Dios en lo alto del cielo y en la tierra paz para todo aquel que no haga daño a su prójimo”. A su prójima tampoco, por supuesto. Y la noche continúo. José terminó vomitando la borrachera. María tomando no sé cuantas curas y aplicándose mil emplastos. Y Jesús, el niño Jesús, el niño Jesús recién nacido rió, rió y rió…
8 comentarios:
bien criollo el tumba'o!
Me encantó"! muy bueno...
Feliz Navidad Profe.
BUENISIMO QUERIDO AMIGO
UN ABRAZO ENORME, COMO DE ACA HASTA ALLA.
Rossana
Un relato que se renueva en tu pluma bellamente.
Feliz Navidad!!
Un abrazo, Norma
Feliz Navidad Primo...felicidades por este relato tan propio de tì, tan propio de lo nuestro, tan propio de todos. Un abrazo y un beso.
Feliz Navidad, David y gracias por el cuento. En particular la descripción de la música a todo volumen con tres géneros distintos al mismo tiempo...nada más panameño!
David, he disfrutado el relato que se ha colado hata mi tuétano!
Y con èl venían sonidos, aromas, colores, angustias y ... ¿sabes?
Esperanzas...
SONGO
Umm, muy interesante y divertido a la vez. Felicitaciones.
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