“Si uno no cree en nada, y nada hace
sentido, si no podemos encontrar ningún valor, todo está permitido y nada es
importante. Uno es libre de atizar el fuego crematorio o dar la vida al cuidado
de los leprosos.”
Albert
Camus
Si todo está
permitido, el bien y el mal son igual de lícitos. ¿No hay diferencia? Sí la
hay, pero, ¿en dónde son diferentes? Porque esa es la pregunta. ¿Qué es el bien?
¿Qué el mal? Son preguntas que no pueden
tener una sola respuesta. La humanidad, gracias a la diversidad cultural, no es
un bloque homogéneo, más bien es un conjunto de terrenos aluviales. Nuestras
actuales sociedades son el producto de miles de año de sedimentos de
experiencias y saberes.
¿En dónde son
diferentes? El bien y el mal surgen de la misma matriz: nuestras expectativas, de
lo que esperamos del mundo, de los otros y de nosotros mismos. Allí difieren. Aquello
que cumpla con ellas es lo bueno; lo que no, es malo. Lo demás es discurso.
Las culturas se
diferencian por sus esperanzas. Por ellas actúan de esta o aquella forma. Entonces,
siendo así las cosas, ¿puede haber un concepto del bien y otro del mal,
absolutos y universales? Para los machistas, una mujer económica y
emocionalmente independiente es la misma encarnación del demonio; esas mismas
cualidades son el ideal vital de miles de mujeres.
Las esperanzas de
una sociedad, esas que determinan lo bueno y malo en ella, pueden poseer matices
que pintan de diversos grises a un mismo precepto. En Occidente se exige el
cumplimiento obligatorio del mandamiento judeocristiano de no matarás, sin
embargo, en esta misma civilización hay opiniones encontradas sobre la pena de
muerte y la guerra.
Las
expectativas, lo que se cree ocurrirá y será, tampoco son absolutas a lo largo
del tiempo. Lo que hoy es, mañana no lo será. Entonces, ¿qué hacer? Decidir,
sólo decidir.