“El binomio emoción-cognición es
indisoluble, intrínseco al diseño anatómico y funcional del cerebro.
Y es que
la emoción es el ingrediente secreto del aprendizaje, fundamental para quien
enseña y para quien aprende.”
Francisco
Mora
Gracias a que tuve la fortuna de toparme con las
personas convenientes, hoy con orgullo puedo decir que soy un profesor de
biología con vocación. Me tomó casi toda mi carrera docente entender el por qué
fue así. ¿Qué hicieron esos héroes y heroínas que me emocionaron tanto hasta
convertirme en educador? Pues eso, emocionarme. Pero, ¿cómo lo hicieron?
Lo primero que hicieron fue sacarme de mi engañosa
zona de comodidad. En mi familia fue Aurora Orobio (mi madre), en los muchachos
exploradores fue Moisés Solanilla (el jefe de la tropa 19), en el colegio Remón
Cantera fue Manuel de Jesús Morales (mi profesor de biología), en el Dai Ichi
Karate Kai fue Meregilda Shaw (mi sensei), en la Universidad de Panamá fue Alberto
Taylor (mi asesor de trabajo de graduación), en el grupo teatral Laberinto fue
Jarl Ricardo Babot (mi maestro de arte), en la pastoral juvenil fue el
reverendo padre José “Popito” Quesada, y en el barrio fue Carlos Matías (el
hombre más sabio que ha pisado la Ciudad Radial).
Cada uno me dejó claro, muy claro, que ellos no me
debían nada. Que yo no les estaba haciendo un favor al aceptar ser su pupilo.
Es más, que su confianza me la debía ganar con esfuerzo y trabajo. No voy a
mentir, a la edad que los conocí les di muchas razones para recelar y aún así
nunca me descalificaron y esa fue la más grande de las lecciones que les
aprendí.
En más de una ocasión otros colegas, que observan cuan
sargento de infantería puedo ser en el aula de clases, me han preguntado que
hago para que los estudiantes me tengan algo de aprecio. Siempre les contesto
lo que nunca hago: hacerles sentir que son una pérdida de tiempo.
Y esa es una de las más terribles prácticas del
sistema educativo, como si la finalidad del proceso de enseñar y aprender
consistiera en desalentar a los jóvenes. A veces siento que se trata de envidia
a la juventud, como si los jóvenes tuvieran la culpa de los fracasos de los
viejos. Ojalá esté equivocado, por que de no estarlo, estamos hablando de una
gran asquerosidad.
De mis ocho héroes y heroínas aprendí que hay una
regla de cumplimiento obligatorio: si dar clases es una pérdida de tiempo,
mejor busco otro trabajo. Porque si no soy capaz de convertir 40 minutos en
2400 segundos con algún valor de interés, el del problema soy yo.
Y es en este punto donde sé que he tomado mis riesgos,
mis grandes riesgos, de los cuales, por cierto, no me arrepiento. Mis titanes
se arriesgaron por mí. Dar clases hoy en día es tratar con chicos y chicas
criados y criadas por la televisión, a quienes en la primaria los padres les
hacían las tareas y que, si bien pueden buscarse problemas, muy pocas veces
asumen la responsabilidad de resolver tales apuros. Dar clases hoy, en general,
es darle clases a una juventud sumamente pasiva. ¡Qué paradoja! Los jóvenes de
hoy tienen una amplia y sólida zona de comodidad. ¡Y no quieren salir
voluntariamente de ella! Así que, ¿qué queda hacer?
Entiendo que la zona de comodidad es un conjunto de
hábitos, actitudes y emociones que entorpecen la evolución personal, el
aprender algo nuevo. ¿Cómo romper esa modorra? Con otros hábitos, otras actitudes y no
temiendo conectarse emocionalmente con los estudiantes. No se trata de hablar
de hábitos y actitudes, sino que los educandos los vean en el docente. ¿Quiero
que los muchachos sean personas cultas? Pues yo tengo que serlo; ellos lo van a
percibir, claro que lo van a percibir, pesa a la opinión de algunos, su
silencio no es síntoma de autismo.
Ahora viene lo delicado, la conexión emocional, que es
al fin y al cabo quien facilita el aprendizaje significativo. Reír juntos es uno
de los más sólidos puentes que dos personas pueden tender. Con la práctica
aprendí a distender el ambiente con algún comentario gracioso sin perder el
hilo de la clase. ¡Sépanlo! La autoridad de un docente radica en que conoce el
tema que está desarrollando y tiene la humildad de reconocer cuando se le
escapa la información. No se trata de tener siempre la razón, sino que en el
aula la razón prevalezca, por eso, cuando es un estudiante quien tiene la
información correcta hay que felicitarlo y no amargarse por ello.
Preguntar y poner a pensar me parece más valioso que dar
una explicación directamente. Y aquí viene el primer riesgo: saber cuando la
respuesta equivocada dada por un estudiante se puede convertir en gracia y
cuando no. Pregunto y contesto y embromo y acepto las burlas y espero que el
asunto no me reviente en la cara.
Hay otra emoción básica, que no tiende puentes, pero
que de ser enfrentada y superada, acrecienta algo esencial para el proceso de
enseñar y aprender: la autoestima. Hablo del miedo. ¿Por qué usar tan
perniciosa emoción? Porque ya los jóvenes viven con miedo. Ya está allí. Lo
único que hago es materializarlo en alguien al que pueden enfrentar y vencer:
mi persona. No conozco de antemano la carga síquica de cada uno de los
estudiantes, muchas veces me han estallado bombas en el aula. Pero si pueden
vencerme, salen mejor preparados a la vida
real. ¿Qué es vencerme? Trabajar, pensar y preguntar. Ganarse el derecho
a decirme: no le tengo miedo y esta es su respuesta.
Debo confesar que me paso de tosquedad.
Definitivamente, no soy un mar de ternura. Pero cuando veo a egresados del
colegio luchando y repitiendo sin miedo la consigna, está prohibido rendirse,
me animo a seguir tomando el riesgo.
Hago lo que sea necesario para ganarme la atención de
los estudiantes dentro del aula y por esa razón cuando descubro que uno de
ellos está en otro planeta, lo hago pagar ese desliz. ¿Cómo? Preguntándole y
preguntándole. Pero me importa muy poco si se tiñe el cabello o se afeita la
cabeza al rape. ¿Me explico? ¿Dejo claro en dónde pienso que debe estar el
énfasis?
Otro detalle
terrible y real del sistema educativo es que tiene poco que ver con la vida de
los estudiantes. A mis héroes y heroínas les aprendí a exponer, lo que sea,
usando ejemplos de la vida cotidiana. Y entre hablar de los orgánulos de la
célula y las anécdotas que conozco sobre ser parte de un equipo, espero estar
regalando a los educandos un que otro tesoro.
En mi memoria tengo un baúl
lleno de palabras y ejemplos que hoy son mi tesoro. Aurora me decía una y otra
vez: El mundo no es blanco y negro, está lleno de grises. También: Que yo sepa
no parí un manco. Una vez Moisés tocó una oruga y la mano le ardió, vi como la
tomó con una hoja seca y la puso en un arbusto; no sé que cara puse yo, pero él
me dijo: No fue culpa de ella. Meregilda nos decía que ella no podía enseñarnos
a pelear, que eso ya lo sabíamos, que la sociedad violenta que nos tocó vivir
ya nos había enseñado a ser violentos, que bastaba ver como subíamos a un bus
en las mañanas, que ella nos podía enseñar algo más valioso: un pasatiempo que
con disciplina se puede convertir en un estilo de vida: el arte de las manos
vacías. Manuel de Jesús siempre me hablaba en clases con tono de legionario, pero
a la hora de la hora siempre sus decisiones académicas eran guiadas por la
compasión. Alberto muchas veces me dijo que era muy inconveniente dejarse
llevar por la antipatía que un estudiante me despertara. Popito me dejó bien
clara la diferencia que hay entre las dinámicas de una clase y el dinamismo que
debe tener esa clase. A Carlos le escuché las más contundentes defensas que
alguien pudo hacerle a la amistad. Y a Jarl, a mi muy querido Jarl, le escuché
estas palabras: Nunca pongas en juego tu dignidad; me será muy difícil olvidar
su frase: el que quiere, quiere hasta debajo del palito y el que no quiere, no
quiere ni el palacio. De todos aprendí que hay que involucrarse para poder transformar las palabras en vida. Así entiendo,
comprendo, asumo y hago vida las palabras y ejemplos de mis maestros. La
apuesta es que también las hagan vida los estudiantes. Porque si la escuela no es
vida, ¿para qué madrugar por una farsa?