“Cada hombre, considerado fuera de su profesión, despliega cierta
actividad intelectual: es un filósofo, un artista, un hombre de buen gusto,
participa en una concepción del mundo, tiene una consciente línea de conducta
moral, y por eso contribuye a sostener o a modificar una concepción de su
entorno, a suscitar nuevos modos de pensar.”
Antonio Gramsci
Aunque me faltan
algunos años para poder jubilarme, ya me estoy preparando. No quiero terminar
sicótico y sin saber que hacer con tanto tiempo libre. Si me pensiono
adelantadamente habré cumplido 32 años de servicio. Si espero la edad legal de
jubilación habré laborado 38 años dando clases. El grueso de esos años habrá
sido en el Colegio Elena Ch. de Pinate.
Pero hay
una duda que cada cierto tiempo aletea
por el interior de mi cráneo: ¿habré sido un profesor de biología? No si he
sido o no un buen docente, sino si he educado en ciencias. Llevo, hasta el día
de hoy, 28 años enseñando, supuestamente, biología. Y digo supuestamente,
porque al cometer el pecado de compararme con otros colegas de la materia, veo
que no sólo estamos en planetas diferentes, si no en distintas dimensiones. Los
mismos temas los exponemos con diferentes énfasis y enfoques y significados y vehemencias
y gravedades y profundidades.
Me inclino por
la enseñanza de principios y actitudes y me distancio del repetir conceptos y
procesos. Total, las partes de la célula y cualquier otra noción biológica ya están en
Internet. Al final, lo
confieso, pienso que en lugar de profesor de biología, terminé siendo uno de
biofilia.
Bio es vida y filia es
amar. Y aprender a amar la vida en la escuela, me parece, se logra con retos
intelectuales y emocionales que conduzcan a vivir con intensidad y alegría la
simple vida que nos tocó. Así, pienso, se es parte de la solución y no del
problema. ¿Habré acertado o estaré equivocado? Eso lo dirán los estudiantes
cuando sean adultos, pero por lo menos yo sí he aprendido a amar con intensidad
y alegría la simple vida que me tocó vivir.