Fundamento
“Existo como soy, con eso
basta, Y si nadie lo sabe me doy por satisfecho.”
Walt Whitman
Tengo 27 años de
laborar como docente. Siempre en colegios públicos, con jóvenes e infantes de
extracto popular. Me ha tocado dar clases de inglés, física, religión,
matemáticas, ciencias y biología. Incluso, en una ocasión, para completar mi
carga horario fungí de bibliotecario. Seis colegios secundarios, una escuela
primaria, cuatro provincias, cinco distritos.
A pesar de tanta
vuelta y revuelo, siento que recién en los últimos 7 años he ido comprendiendo
que es enseñar. Y pienso que he ido entendiendo este negocio de la enseñanza,
porque creo que en realidad no enseño, por lo
menos no enseño lo que se supone que debería enseñar. Nunca he
completado el programa y siempre termino conversando temas de otras materias
diferentes a la mía, la biología. Estoy convencido de que nunca voy a ser
condecorado.
He llegado a
dicha conclusión al toparme con egresados del colegio donde trabajo. Los que
tienen pocos años de haberse graduado me abordan como buscando que les diga una
nueva palabra, cuando en realidad son ellos quienes ahora tienen la palabra.
Los que tienen más año de haberse graduado me miran de arriba para abajo y sus
rostros parecen preguntar: ¿Y este viejo panzón fue el que me hizo la vida de
cuadritos? Porque, tengo que confesarlo, a eso me he dedicado, la primera
veintena de años lo hice instintivamente, los últimos siete años lo estoy
haciendo adrede: traumar chiquillos ajenos.
Y es que
preguntar en una sociedad que reniega del arte de hacerse preguntas es
incómodo. Ubicarse en un ángulo donde se obtenga una nueva óptica de la
situación es incómodo. Preocuparse por aprender algo dentro de un sistema
embrutecedor a quien lo único que le importa es la calificación, es incómodo.
Y he aquí mi
gran confesión: he llegado a la conclusión que en realidad no he enseñado, he
aprendido; porque sino fuese educador nunca hubiese aprendido a preguntarme
cosas, a verlas desde otro punto de vista diferente al de la manada, a
preocuparme por aprender y no por cumplir los requisitos que exige ese sistema
oxidado y mal tratador que es la educación panameña.
Voy a mencionar
a dos egresados que, pienso, me servirán para darme a entender. Ambos son
empresarios, uno tiene un gran auto y se roza con las elites profesionales del
país, el otro vende plátanos en un semáforo. Pero ambos cumplen el principal
requerimiento de todo organismo vivo: luchar por sobrevivir. ¿Yo les enseñé
eso? No. Afirmar eso sería mentir. ¿Quién se los enseñó? La vida.
Y ese ha sido mi
gran descubrimiento en el aula de clase. No se trata de cuantas moléculas de
ATP se producen por molécula de glucosa oxidada en el Ciclo de Krebs, el asunto
consiste en que hago con esa energía atrapada en los enlaces de hidrógeno. Por
eso pienso que en realidad yo no enseño, por lo menos no enseño biología.
Pienso que en realidad aprendo biofilia.
¿Biofilia? Sí,
aprendo a inclinarme a favor de la vida. A ocuparme con los seres vivos,
incluyéndome. Es muy probable que al final de mi carrera docente tenga que
pedir disculpas por no haber sido el profesor que dicen las reglas y
disposiciones de las autoridades. Mis razones para no respetar los reglamentos
fueron egoístas: no me permitían crecer y yo quería y quiero crecer.
¿Habré transmitido dicho sentir y pensar a mis
estudiantes? Honestamente, no lo sé. Pero cuando veo a aquel muchacho vendiendo
plátanos en un semáforo, cuando lo veo pelear, pelear y pelear, sonrío y
pienso: este muchacho sí entendió qué es la vida.