Vivo rodeado de colinas de hormigón bañadas con hollín, olores y ecos. Vivo en un bosque gris donde el viento no respira. Vine como inmigrante a ver morir mis esperanzas, aplastadas por el humo coagulado y el ruidoso miedo. Hasta ayer tenía ganas de correr y abandonar, pero esta mañana mi hija sembró una rosa en el balcón y algo tibio, amarillo e intangible entró por la ventana: un rayo de sol. Ahora en la tarde, voy a llevar a la niña al parque y comprarle un helado.
miércoles, 31 de diciembre de 2008
miércoles, 24 de diciembre de 2008
JESÚS NACIÓ EN JUAN DÍAZ
En esos días el excelentísimo señor Presidente dictó un decreto que obligaba a todos a quedarse en casa la Noche Buena, para así, evitando los tranques vehiculares, economizar gasolina. También para ahorrar gasas en el cuarto de urgencias del hospital Santo Tomás. Milagrosamente, todos los ciudadanos acataron el mandato. Hasta aquel famoso abogado que le encuentra un problema a toda solución. Por supuesto, todos obedecieron porque se apertrecharon muy bien de víveres, cohetes y ron.
Estando en su cuartito de la barraca 30 de Juan Díaz, cuartito atiborrado permanentemente de familiares y temporalmente de amigos, María, embarazada, tenía esperanzas de que los policías la dejaran pasar los retenes y así poder llegar a la sala de partos. No fue así. Ni siquiera lo intentaron. No había taxis. Nadie tenía auto. Ni los buses diablos rojos recorrían las calles. Estaban vacías. Y María no quiso caminar y arriesgarse a parir en la calle. Resignado, José se ancló a una botella de su licor favorito: el seco y decidió esperar junto a sus amigos. José se había graduado del bachillerato apenas unos días antes. María lo haría, si todo salía bien, al siguiente año.
Y llegó la hora, y se formó el arroz con mango, nadie nunca había servido de partero. Todo fue pánico hasta que Keyla, que a la sazón ya había parido cinco veces, se atrevió a fungir como tal.
José en fuego, bien borracho; María gritando, súper asustada; y Keyla con los ojos muy abiertos y recordando su pentagonoéica experiencia. A las doce en punto, a las doce de la noche nació el niño de José y María; un niño al que llamarían Jesús. Al caserón llegaron los buhoneros de la peotonal, cargados de regalos para el infante. No falto el impertinente que encendió una mecha de cohetes que hizo llorar asustado al recién nacido.
También se apareció el chino dueño de la tienda de abarrotes con una caja de inciensos y otra de comida. Las vecinas se apresuraron a socorrer en todo a María. Los vecinos corrieron a beber más guaro junto a José. Algunos fumaron hierba en el lote baldío que está frente a la barraca. La algarabía era mucha. Los sistemas de sonidos competían entre sí; de un lado se escuchaba reguetón, del otro el típico de Samy y Sandra y al fondo, por supuesto, la voz de Maelo Rivera. Apenas si se podía oír lo que hablaba el fulano o la zutana que estaba al lado de uno.
Lo que sí todo el mundo pudo escuchar, a lo que sí todo el mundo prestó atención, desde el chinito hasta los buhoneros, fue a un coro de voces que brotaba de lo desconocido; un coro que cantaba así: “Gloria a Dios en lo alto del cielo y en la tierra paz para todo aquel que no haga daño a su prójimo”. A su prójima tampoco, por supuesto. Y la noche continúo. José terminó vomitando la borrachera. María tomando no sé cuantas curas y aplicándose mil emplastos. Y Jesús, el niño Jesús, el niño Jesús recién nacido rió, rió y rió…
Estando en su cuartito de la barraca 30 de Juan Díaz, cuartito atiborrado permanentemente de familiares y temporalmente de amigos, María, embarazada, tenía esperanzas de que los policías la dejaran pasar los retenes y así poder llegar a la sala de partos. No fue así. Ni siquiera lo intentaron. No había taxis. Nadie tenía auto. Ni los buses diablos rojos recorrían las calles. Estaban vacías. Y María no quiso caminar y arriesgarse a parir en la calle. Resignado, José se ancló a una botella de su licor favorito: el seco y decidió esperar junto a sus amigos. José se había graduado del bachillerato apenas unos días antes. María lo haría, si todo salía bien, al siguiente año.
Y llegó la hora, y se formó el arroz con mango, nadie nunca había servido de partero. Todo fue pánico hasta que Keyla, que a la sazón ya había parido cinco veces, se atrevió a fungir como tal.
José en fuego, bien borracho; María gritando, súper asustada; y Keyla con los ojos muy abiertos y recordando su pentagonoéica experiencia. A las doce en punto, a las doce de la noche nació el niño de José y María; un niño al que llamarían Jesús. Al caserón llegaron los buhoneros de la peotonal, cargados de regalos para el infante. No falto el impertinente que encendió una mecha de cohetes que hizo llorar asustado al recién nacido.
También se apareció el chino dueño de la tienda de abarrotes con una caja de inciensos y otra de comida. Las vecinas se apresuraron a socorrer en todo a María. Los vecinos corrieron a beber más guaro junto a José. Algunos fumaron hierba en el lote baldío que está frente a la barraca. La algarabía era mucha. Los sistemas de sonidos competían entre sí; de un lado se escuchaba reguetón, del otro el típico de Samy y Sandra y al fondo, por supuesto, la voz de Maelo Rivera. Apenas si se podía oír lo que hablaba el fulano o la zutana que estaba al lado de uno.
Lo que sí todo el mundo pudo escuchar, a lo que sí todo el mundo prestó atención, desde el chinito hasta los buhoneros, fue a un coro de voces que brotaba de lo desconocido; un coro que cantaba así: “Gloria a Dios en lo alto del cielo y en la tierra paz para todo aquel que no haga daño a su prójimo”. A su prójima tampoco, por supuesto. Y la noche continúo. José terminó vomitando la borrachera. María tomando no sé cuantas curas y aplicándose mil emplastos. Y Jesús, el niño Jesús, el niño Jesús recién nacido rió, rió y rió…
sábado, 13 de diciembre de 2008
EL ARTE ES LA DIFERENCIA
“El nosotros es tan natural como el yo, pero sólo se produce en la madurez del espíritu. Se concreta cuando todas las batallas del individuo se han ganado o se han perdido, según se mire.”
Alicia Montesdeoca
Hace unas semanas, en el museo de la ciudad de Santiago de Veraguas (República de Panamá), un grupo de amigos nos reunimos para realizar un homenaje a la memoria del pintor Raúl Vázquez. El local estaba repleto, los asistentes lo llenaban de una pared a la otra. No está demás ser reiterativo: cada vez que se inhalaba, se respiraba un saludable aire de amistad. Nuestros anfitriones así lo garantizaron. Hubo varias alocuciones. Pero las palabras que más me llamaron la atención fueron las del poeta colonense Jorge Vélez Valdez. Él afirmó que gracias al arte, nos diferenciamos de las otras especies biológicas. No mencionó ni a la ciencia, ni a la religión. Ni siquiera habló de cultura. Fue categórico: el arte nos diferencia de los animales.
Pronto me trasladé a las primeras habitaciones de los homo sapiens. En ellas, luego de largas jornadas de cacería, nuestros antepasados se dedicaron a pintar las paredes, a confeccionar collares, rudimentos de adornos cerámicos. Alguien podrá decirme que muchos de esos artefactos contenían un fuerte significado religioso. Y eso me lleva a evocar a los papas romanos y su debilidad por la pintura, la escultura y la arquitectura. ¿Qué hubiese sido de Miguel Ángel y la Capilla Sextina sin el mecenazgo de Julio II, el papa guerrero? Algún otro podrá refutarme que es en la ciencia donde la humanidad ha desarrollado sus mayores capacidades, pero inmediatamente recuerdo que uno de los elementos que determinaban la valides de las ecuaciones matemáticas de Alberto Einstein era su estética, su belleza.
En el museo de Santiago, gracias a las palabras de Vélez Valdez, todos los presentes recordamos que la mayor muestra artística de nuestro recordado Raúl fue su propia vida: una especial actitud frente a la enfermedad y sobretodo, su vertical amistad.
Alicia Montesdeoca
Hace unas semanas, en el museo de la ciudad de Santiago de Veraguas (República de Panamá), un grupo de amigos nos reunimos para realizar un homenaje a la memoria del pintor Raúl Vázquez. El local estaba repleto, los asistentes lo llenaban de una pared a la otra. No está demás ser reiterativo: cada vez que se inhalaba, se respiraba un saludable aire de amistad. Nuestros anfitriones así lo garantizaron. Hubo varias alocuciones. Pero las palabras que más me llamaron la atención fueron las del poeta colonense Jorge Vélez Valdez. Él afirmó que gracias al arte, nos diferenciamos de las otras especies biológicas. No mencionó ni a la ciencia, ni a la religión. Ni siquiera habló de cultura. Fue categórico: el arte nos diferencia de los animales.
Pronto me trasladé a las primeras habitaciones de los homo sapiens. En ellas, luego de largas jornadas de cacería, nuestros antepasados se dedicaron a pintar las paredes, a confeccionar collares, rudimentos de adornos cerámicos. Alguien podrá decirme que muchos de esos artefactos contenían un fuerte significado religioso. Y eso me lleva a evocar a los papas romanos y su debilidad por la pintura, la escultura y la arquitectura. ¿Qué hubiese sido de Miguel Ángel y la Capilla Sextina sin el mecenazgo de Julio II, el papa guerrero? Algún otro podrá refutarme que es en la ciencia donde la humanidad ha desarrollado sus mayores capacidades, pero inmediatamente recuerdo que uno de los elementos que determinaban la valides de las ecuaciones matemáticas de Alberto Einstein era su estética, su belleza.
En el museo de Santiago, gracias a las palabras de Vélez Valdez, todos los presentes recordamos que la mayor muestra artística de nuestro recordado Raúl fue su propia vida: una especial actitud frente a la enfermedad y sobretodo, su vertical amistad.
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