“Cuando se descubrió que la información era un negocio, la verdad dejó de ser importante.”
Ryszard Kapuscinski
Según el diccionario de la RAE una
crisis es un cambio profundo y de consecuencias importantes en un proceso o una
situación, o en la manera en que estos son apreciados. El 2020 tuvo varias
crisis muy evidentes, una de ellas: la aparición de múltiples mitos
seudocientíficos.
Una de las características de la
ciencia menos comprendida es que ella no aspira a la verdad final e
indiscutible, sino, por el contrario, a someter sus teorías al escrutinio periódico
que el desarrollo tecnológico le permita. Durante siglos, las enfermedades
fueron explicadas por la acción de los espíritus. Hasta que llegó el
microscopio y se descubrieron las bacterias.
Y esta cualidad se convirtió en
piedra de tropiezo. Las autoridades responsables de enfrentar sanitariamente la
pandemia parecen negarse, aún, a aceptar que el ciudadano común no entiende que
hoy se recomiende algo que mañana se des recomiende. Dentro de un instituto de
investigación esa podría ser la norma, pero no en el turbulento océano que son
las redes sociales.
Ocurrió un choque frontal de ferrocarriles: el de la burocracia y el de la cibercracia. Que la OMS no recomendase el uso de la mascarilla y que después lo hiciese, despertó una marejada mundial de desconfianza y dio pie al tsunami de teorías de la conspiración que estamos sufriendo y que, a saber cuánto, alargará la crisis mundial de salud.
Buscando informar, provocaron confusión. No entendieron la cultura imperante en el ciberespacio: la que, cuando no entiende algo, inventa los hechos para sostener sus mitos. Puesta andar la fábula, ya no hay lugar para la lógica. En las redes sociales, la ficción es defendida por legos y supuestos duchos en ciencias. ¿Por qué? No estoy seguro. ¿Por 5 minutos de fama?