“El hombre rebelde es el hombre situado antes o después de lo sagrado, y
dedicado a reivindicar un orden humano en el que todas las respuestas sean
humanas, es decir, razonablemente formuladas.”
Albert Camus
A esta
altura de mi vida, llamarme ateo, católico o agnóstico no tiene mayor
importancia; tampoco definirme democrático, fascista o comunista. Y aunque el
título de humanista, en estos tiempos de rampante bestialismo, me es muy
querido, no hago mucha cosa para que me identifiquen como tal. No me interesa
etiquetarme. Y si alguien siente la obligación de etiquetarme, le debo advertir
que está perdiendo el tiempo. ¿Por qué? Porque a esta altura de mi vida me
interesa vivir sumergido en mi realidad y mi realidad, que constantemente cambia,
no puede ser etiquetada sin mi complicidad. Y ya lo dije, no me interesa
etiquetarme.
Me interesa
construir mis valores; los míos, no los de la humanidad. Mis valores de hoy, no
los de la eternidad, ni siquiera los de toda mi vida. Los de hoy.
Sin ayudas
mágicas, ni instrucciones magisteriales, ni tradiciones de cumplimiento
obligatorio, un simple mortal como yo aspira a tener una vida significativa.
Que los demás la aplaudan, ¡maravilloso! Que la reprochen, ¡maravilloso! ¿Cómo
así? Pues que a esta altura de mi vida he aprendido que los aplausos se acaban
y también los reproches.
A esta altura de mi vida he comprendido que,
precisamente, madurar consiste en aceptar que las etiquetas que los otros insisten
en poner sobre mi persona les pertenecen a ellos y no son mías. He entendido
que aquellos que opinan sobre mi persona, en realidad, más veces de lo que
están dispuestos a admitir, no están opinando sobre mi persona, sino sobre
ellos mismos. Asumir este último punto me convirtió en rebelde, en liberto, en
amigo.