"La tontería
se coloca siempre en primera fila para ser vista.”
Isabel de
Rumania
A partir del 14
de mayo del 2011 conscientemente, muy conscientemente y adrede, me he estado
moviendo, literalmente hablando, hacia el margen del mundillo literario. Esa
fue la conclusión casi que obligada de la reflexión de una serie de
experiencias vividas a lo largo de los últimos años. Pienso que he entendido y
comprendido eso de vanidad de vanidades
Mi formación
universitaria es de biólogo y no en literatura; trabajo como docente de
ciencias y no de español. Pero constaté que entre ambas ramas del conocimiento
no hay incompatibilidad. Las palabras de la profesora Panchita de Sousa lo
prueban: La biología estudia la vida, la literatura trata sobre la vida, ¿cómo
puede haber contradicción?
Bien, el que no
haya contradicción entre biología y literatura no significa que mis esquemas
mentales estén entre los promediados en el mundillo literario. En mi horizonte
no hay duendes, ni actos mágicos, ni soponcios líricos provocados por las
musas, ni vocecitas etéreas, ni
personajes que toman el control y me dicen como va a quedar plasmado finalmente
el cuento, mi cuento. En mi horizonte hay mucha, pero mucha observación, lo que
no llego a observar, lo imagino; al final, ordeno de forma lógica, coherente,
verosímil y bella lo que observé e imaginé. También lo que sentí.
Obviamente, en
dicho ordenamiento influyen mis lecturas. En cierta ocasión el escritor Carlos
Wynter hizo la diferencia entre lectura extensiva (leer en cantidad) y lectura
intensiva (leer estudiando el texto). Soy un lector intensivo, por lo menos así
me defino; ojalá esta definición no sea una solapada e inconsciente excusa para
la pereza y la vagancia.
Me toma mucho
tiempo ir del cabo al rabo de un libro. Cada página leída me despierta un
montón de inquietudes que debo resolver antes de continuar. Ergo, mi acumulado
de libros leídos no es tan basto como el de otros literatos. ¡Mea culpa! Sin
embargo, cada uno de los libros que leo se convierte en parte de mi patrimonio
existencial; cada uno de ellos soluciona algo en mi mundo interior.
Eso se lo
aprendí al profesor Ricardo Segura. Según él, cada lectura debe resolver algo,
claro que, primero tiene que provocar un problema. Por eso la lectura que no me
problematiza para luego remediarme, la abandono. Tengo ese derecho, o mejor
dicho, deber.
Cero y van dos:
no creo en la magia de la inspiración y leo lentamente y reordenando mi cosmos
íntimo. Por mi ignorancia aporto muy poco, literariamente hablando, en las
conversaciones entre escritores; por mi ignorancia sólo me queda preguntar y
preguntar. Pensándolo bien, cero y van tres: soy un incrédulo, soy un lerdo
leyendo, soy un preguntón.
En ese proceso
de lectura intensa, de lectura que incide en mi mundo interior, lecturas de dramas humanos que enriquecen mi
humanidad; en medio de esas lecturas, comencé a leer a mis demonios y a mis
ángeles. Y eso me interesó más que el jueguito siempre trivial y a veces cruel
de yo soy el poeta, tú no lo eres, yo soy el más grande cuentista, tú no lo
eres.
Ni la religión,
ni el deporte, ni las noches de bohemio y crápula, ni los aplausos me han dado
la alegría que alcancé al seguir el consejo de Ricardo. Cuando escribo me
siento como si fuese Shiva danzando, como un samurai cuya espada no es de acero
sino de verbos. A mi voz, las palabras fluyen desde el rincón que habitan en mi
alma, hasta la punta de mis dedos y de allí al teclado de la computadora.
Cuando escribo termino el ciclo de apoderarme de mis lecturas. Y no sólo leo
libros. Porque esa es la otra, leo lo que pasa a mi derredor. ¿Recuerdan que
les dije que soy biólogo? Y los biólogos observan, observan mucho.
Al terminar de
escribir un libro estoy consciente de todo el proceso ocurrido, al terminar de
escribirlo domino o una técnica o una teoría literaria que antes no conocía;
bien podría escribir 800 compendios semejantes al recién finalizado. Pero eso
sería sumamente aburrido. Ahora, aclaro, eso no significa que lo escrito
recibirá el reconocimiento de la crítica y del público. Crear un texto y lo que
ocurra luego con dicho texto, son dos temas separados.
¿Cómo se mide
comúnmente el éxito de los escritores? Ganando concursos y así aparecer en la prensa y la televisión,
vendiendo muchos libros, recibiendo críticas favorables de los especialistas,
dictando conferencias y participando en recitales y otras danzas parecidas,
publicando con grandes editoriales, recibiendo invitaciones a festivales y
congresos y, por supuesto, asistiendo a ellos, y así codearse con la crema y nata
del mundillo literario.
¡Y allí tuerce
la puerca el rabo!
Conozco
escritores que poseen todos los indicadores del éxito literario que mencioné.
Sin embargo, caminan por la vida con una cara de hojaldre asoleado. En sus
rostros tienen tatuada una gran letra efe, efe de frustración. Y eso me
desencanta y me desencanta más cuando el del tatuaje de la gran efe de
frustración soy yo. Vivir en el país de las muchas complicidades con la
inequidad es suficiente para amargarle el día a cualquiera, no necesito a la
literatura para ello. El teatrista Emilio Mojica decía que el montaje de una
obra debía ser reconfortante, sino, ¿para que hacerlo? Trabajar tanto por
recibir el reconocimiento anhelado, para no sentirse bien, no me parece sano.
Y esa tensión
puede despertar sentimientos insalubres. La envidia y la frustración son
gasolina de alto octanaje para las motocicletas de los demonios. Me cuido mucho
de esas perjudiciales emociones, no digo que nunca las siento, sino que no
permito que decidan por mí. Prefiero que quien decida sea la alegría nacida en
mí por los éxitos de mis amigos, es una buena excusa para que se paguen las
cervezas.
Hay algo peor,
por lo menos para mí, que el no recibir
reconocimiento y es el lauro inmerecido. Personas que me elogiaron sin haber
leído nunca una línea o verso de mis escritos. Personas que me prestigiaron
para ellos prestigiarse. Hubo quien en público alabó mis novelas y yo nunca he
intentado escribir una novela. Eso, definitivamente, no me agrada. Perdónenme
la vanidad, pero el ser humano llamado David, es más importante que el escritor
conocido como Róbinson. En el mundillo literario es tan grande la preocupación
por estar en algo que queda olvidada la búsqueda de la trascendencia.
Una vez tuve
la misma conversa con dos personas
distintas, en momentos diferentes. Fue con dos buenas amigas. Érika Harris e
Isabel Herrera de Taylor. Antes pensaba que si yo moría y era leído 20 años
después de mi muerte, yo habría trascendido. Después de escuchar a mis amigas
comprendí que dicha definición era una definición idiota. ¿Qué le puede importar a un
muerto que sus libros sean o no leídos?
Ambas me dieron
una definición de trascendencia que en verdad me iluminó el camino: trascender
es evolucionar, que cada libro sea un aporte por lo menos a la literatura
personal de cada escritor. Un aporte a algo transforma ese algo. Todo quedó muy
claro.
Observación
exhaustiva más lectura intensiva más exploración del mundo interior es igual a
trascendencia. Adiós Apolo, bienvenido Dionisio: el poema no está en las
palabras plasmadas en la hoja, sino en la vida del poeta. Ya lo dijo Nietzsche,
es el fenómeno estético quien justifica la existencia y el mundo. Una vida
vivida bellamente, una vida que es vivida dejando claro que no es lo bello, eso
es la trascendencia.
No sé si me
habré dado a entender. Voy a acompañar a mis amigos en la búsqueda de
editoriales para que nos publiquen, participaré con ellos en concursos y otros
certámenes, haremos juntos un que otro evento literario. Hasta voy a ir a los
homenajes que alguno se invente a las novelas que nunca he escrito y que
probablemente, por cuestiones de gusto personal, nunca voy a escribir. Voy a acompañar a mis
amigos. Simplemente, lo voy a hacer porque la literatura se me convirtió en
amistad, conmigo y con ellos. Si dichas gestiones resultan, que bueno; si no
resultan, que bueno. Aquí el proceso es lo importante.
Por eso tengo
que moverme hacia el margen. La frivolidad de la pasarela es un fardo inútil,
no me sirve para evolucionar y dejar clara mi prioridad: escribo para
trascenderme y acompañar a los amigos; lo demás solamente es lo demás.